Relatos

Capa negra

Para mí el hecho de aceptar esta vacante como guardia de seguridad en la fábrica de mi cuñado es poco menos que un insulto, una humillación total y absoluta. Pero ante la insistencia de mi mujer no me quedan muchas más opciones.

Capa negra

A lo largo de mi dilatada carrera profesional me he enfrentado a la destrucción del mundo conocido en multitud de ocasiones. He lidiado con mentes criminales de la peor calaña, he derrotado a cientos de villanos y genios del mal, he salvado nuestro planeta de la amenaza de algún que otro asteroide e incluso luché contra aquella famosa invasión alienígena en el setenta y nueve; sin embargo, a mis cincuenta y dos años, es la primera vez en toda mi vida que peleo por un mísero puesto de trabajo. Sentado frente a mí tras su mesa, un hombre de mirada altiva, repeinado y vestido de punta en blanco, enarca las cejas y frunce la nariz levantando la vista por encima del folio. Ese folio, esa cuartilla que esgrime entre dos dedos grasientos, es mi alter ego. Mi otro yo. Mi identidad secreta. Ese folio es una copia plastificada de mi currículum vitae.

—¿Señor García? Señor García… ¡Fernando!

Hace tanto tiempo que nadie me llama por mi nombre de pila que todavía me cuesta un poco asimilarlo.

—Sí…
—Tiene una mancha en su… «disfraz».
—Sí, es sangre —le miento desde mi silla—. Me he enzarzado en una pequeña disputa territorial con una banda callejera viniendo hacia aquí. Narcotraficantes…Descuide, estoy bien.

En realidad esto no es un disfraz sino mi uniforme, y la mancha tampoco es sangre. Se trata de un simple chorretón de ketchup de la hamburguesa que he devorado a toda prisa en el Burger de la esquina antes de llegar. La comida basura me ayuda a calmar los nervios, a pesar de que los kilos de más le hacen un flaco favor a mi físico. Sé que ya no estoy en plena forma, apenas puedo enfundarme estas mallas y el volumen de mi barriga empieza a ser francamente preocupante. El exceso de colesterol se ha convertido en mi «kriptonita» particular.

—Le comentaba que su currículum no está mal —comienza a decirme el individuo del traje y la corbata—, aunque me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
—Sin problema. Dispare…
—Aquí pone que es usted un superhéroe. ¿Tiene algún tipo de experiencia previa en ese ámbito? Hábleme de su formación.
—Mis orígenes se remontan a la Edad Dorada del gremio. La verdad es que siempre me he considerado un superhéroe hecho a mí mismo, en el sentido de que mi familia desciende de una larga tradición de cruzados enmascarados. Por eso llevo patrullando las calles de esta ciudad desde que tengo uso de razón.
—¿Eso significa que no tiene estudios?
—No tengo un Máster en criminología —bromeo—, si es a eso a lo que se refiere.

El tipo me contempla de arriba abajo muy serio, con cara de pocos amigos, y se limita a garabatear algo en una libreta que hay sobre su escritorio. Estos burócratas engominados no se enteran de nada. Jamás comprenderán que ser un superhéroe es una cuestión puramente vocacional. Una vocación que se extiende, en mi caso, hasta tres generaciones. Recuerdo el día que heredé la capa del «Capitán Polilla», mi difunto padre, la misma capa que perteneció a mi abuelo, «Eclipse Nocturno», y a mi bisabuelo,«El Hombre Magma». La capa que me he negado a colgar aun a sabiendas de que hace ya casi cinco años que estoy en el paro. Lástima que no exista ningún aguerrido superhéroe que se dedique a combatir la precariedad laboral.

—Señor García, a juzgar por esta carta de recomendación veo que estuvo usted afiliado al «Escuadrón Justicia». ¿Se le da bien trabajar en equipo?
—Así es, estuve desempeñando un puesto de becario en prácticas sin remuneración en «Escuadrón Justicia» durante un período de seis meses. Me considero una persona bastante sociable y tengo un gran espíritu de compañerismo.
—Entonces,¿por qué le despidieron? —me increpa el entrevistador.
—No me despidieron —le corrijo—. La empresa fue absorbida por una multinacional alemana, de manera que los directivos hicieron un ERE que afectó a media plantilla.
—Entiendo. Dígame, ¿cree que tiene usted capacidad de liderazgo?
—Sin duda. He estado al frente de infinidad de proyectos, así que estoy acostumbrado a asumir ciertos cargos que requieren mucha responsabilidad.

Si por mucha responsabilidad entendemos plancharle los leotardos a esos trepas del «Escuadrón Justicia», entonces fui un empleado modélico. Me costó horrores tragarme mi orgullo y volver allí, arrastrándome, en busca de la dichosa carta de recomendación. Cuando «El Niño Larva», ese relamido hijo de papá que se dedicó a hacerme mobbing mientras trabajábamos juntos, me recibió en su flamante despacho estuve a punto de vomitar sobre su minigolf portátil. Nuestros sucesores han olvidado el auténtico significado de los valores que defendemos: el orden y la ley. Estas nuevas hornadas de jóvenes prodigios no son más que un atajo de farsantes, una pandilla de «ninis» con sobredosis de anabolizantes que no aspiran a otra cosa que no sea machacarse en el gimnasio o «tunear» el coche.

—¿Tiene usted algún superpoder?

Mi esposa siempre insiste en que mentir en el currículum no es ningún crimen. Al fin y al cabo, todos lo hemos hecho alguna vez en la vida. El caso es que yo no soy capaz, ya que eso va en contra de mis principios morales.

—No, no tengo superpoderes.

«El Hombre Magma» hacía lo de la auto combustión espontánea. «Eclipse Nocturno» contaba con el don de la invisibilidad. El puño del «Capitán Polilla» podía atravesar bloques de hormigón armado sin esfuerzo, de ahí su nombre. Desafortunadamente, los superpoderes no son hereditarios. Lo único que heredé yo de mi padre fue esta capa, la panza y mi incipiente calvicie.

—Bueno —me justifico—, Batman tampoco tenía superpoderes.
—Batman es un personaje de ficción. Usted es una persona real. De carne y hueso.

El responsable del departamento de recursos humanos se pone en pie ajustándose las solapas de su americana color café y me dice:

—Señor García, me temo que su perfil no se ajusta a las características de esta oferta de empleo, pero le agradecemos que haya venido. Permítame que le acompañe a la puerta.

Un triste apretón de manos después, mientras cruzo el luminoso pasillo en dirección a la salida de la oficina, no puedo evitar fijarme en los candidatos que esperan su turno sentados junto al mostrador de la recepcionista. Son todos jóvenes, apuestos y atléticos. Un veinteañero ataviado con un imponente exoesqueleto de metal presume de visión de rayos X frente a una escultural chica rubia, que va embutida en un ceñidísimo vestido blanco de licra, luciendo un pronunciado escote en forma de pico. Ambos me miran y se burlan de mi aspecto.

Justo antes de entrar al ascensor alguien me aborda por la espalda y tira de mi capa. Es mi cuñado, Carlos, que me saluda con uno de sus habituales manotazos a la altura de la entrepierna.

—¿Qué? ¿Cómo ha ido la cosa?
—No me han cogido.
—Joder, tío. Lo siento un montón, macho. Si es que está lo tuyo de capa caída con el tema de la crisis. ¿Lo pillas? ¡De capa caída!

Mi cuñado me propina otro golpe en los genitales.

—Tú no desistas, máquina. Lo que tienes que hacer es modernizarte, campeón. Ahora te lees un par de libros de emprendedores, haces un curso de community manager, te abres una cuenta en Twitter y lo petas, vamos. ¡Mírame a mí, socio!
—Ya…
—Oye, te veo este fin de semana con la parienta en lo de la comunión de mi chiquilla, ¿no?
—Sí, perdona que nuestro regalo no haya sido más… generoso.
—Anda, Fernando, no digas chorradas, que somos familia, coño. Además, te quería pedir un favorcillo ya que estamos.
—Claro, lo que sea.
—Mira, resulta que al chaval que habíamos contratado de payaso, un estudiante de trabajo social muy majete, le ha surgido otra movida y al final no va a poder pasarse por la fiesta. Total, que, como tú también tienes buena mano con los críos, he pensado que igual no te importaría ir así disfrazado y montar el paripé. Algo te pagaríamos, claro.
—No sé, Carlos—le contesto con un vibrante hilillo de voz—, últimamente estoy un poco liado siguiendo la pista de una banda de narcotraficantes…—«Narcotraficantes», ya… Bueno, tú piénsatelo bien, que veinte euros son veinte euros.

Las puertas del ascensor se cierran amortiguando las palabras de mi cuñado.

—¡Y a ver si cambiamos de sastre, que llevas la capa hecha una mierda, figura!

De vuelta al coche, cabizbajo, hago otra parada de rigor en el Burger de la esquina y me compro una bolsa gigante de palomitas de pollo rebozadas y una Coca-Cola de vainilla tamaño extra grande. Hundido en el asiento del copiloto del «Capamóvil», el asiento donde «El Niño Larva» me acompañó durante tantas noches de patrulla, maldigo a ese mocoso desagradecido chupándome la salsa barbacoa de los dedos.

De pronto un detalle me llama la atención.

Llevo más de tres cuartos de hora estacionado en una zona de carga y descarga. A continuación miro a mi alrededor. Dos policías conversan tranquilamente entre ellos a escasos metros de mí. Ni rastro de la grúa. Ni siquiera se han tomado la molestia de multarme. Estoy cometiendo mi primer delito involuntario.

En ese momento, en ese preciso instante, experimento una extraña sensación de placer. Una especie de hormigueo invade mi cuerpo y de repente tengo una revelación. Creo que acabo de descubrir mi verdadero superpoder: la impunidad.

Así pues, me juro a mí mismo que nunca más volveré a rescatar a un gatito de una casa en llamas. Es la última vez que ayudo a una anciana a cruzar la calle. Reciclar está mal. A partir de hoy todos mis esfuerzos se concentrarán en sembrar el caos, en general. No pagaré mis impuestos, defraudaré a Hacienda y les robaré todos sus caramelos a los niños del jardín de infancia más cercano.

El legendario «Capa Negra» ha renunciado a su condición de superhéroe para colgar definitivamente la capa y transformarse en Fernando García: el futuro Presidente del gobierno de España.

Escrito por: Manu Riquelme
©Ilustración: Clayre ilustra