El día en que los gobernantes decidieron dejar de gobernar, no supe muy bien que hacer.
Tanta política; tanta crisis; especulación, guerras, pactos, intereses, subdesarrollo, comunismo, fascismo, milicias, petróleo, incendios, terrorismo, asesinatos, poder, miseria… La gente terminó por agotarse. Dejaron de creer en todo. Dejaron de creer incluso en ellos mismos. Se cansaron, todas y cada una de las personas. No había excepción.
No supe bien lo que hacer. Nadie lo supo.
No existía nadie que dirigiera a los demás. Se que suena a utopía, pero nadie estaba dispuesto a liderar al resto. Ni tan siquiera con el afán de adquirir poder o riquezas. Todos se habían cansado. Extenuados por el continuo pisoteo que sufrían a diario, por todas las noticias de desgracias que salían por la televisión. Por el partidismo y los intereses que manipulaban las propias noticias.
No sabían cuando ni a quién creer.
Sin una cabeza visible la gente siguió con su vida cotidiana. El carpintero seguía trabajando la madera y el profesor seguía dando clase. Pero cada uno de ellos a su manera. Trabajaban cuando como y cuanto querían. El que no estaba a gusto con su antigua profesión, escogió una nueva y dio lo mejor de sí. Los niños decidían bajo su propia responsabilidad si iban a clase porque sus padres dejaron de obligarles. Los ancianos contaban las batallas que querían aunque casi siempre el único que escuchaba era el propio viento. Los que nunca mostraron interés por nada, siguieron así. Haciendo nada. Viendo como su vida transcurría pausadamente. Absorbidos por los programas de televisión que hacían los que aún querían seguir trabajando en ella.
Los días pasaban y el dinero dejó de tener sentido. La gente no sacó sus ahorros por haber perdido su confianza en los bancos. Simplemente no tenía sentido comprar cosas que ya no necesitaban. Ya apenas se leían libros. La gente dejó de leer cuando se dio cuenta de las visiones sesgadas que daban los manuales de historia. Perdieron la imaginación de tanto leer cuentos que vendían paraísos y situaciones que nunca vivirían. Dejaron de comprar ropa. No tenía sentido tener un armario lleno, ya no había a quién impresionar, se limitaron a tener lo básico para matar el frío, el hambre. Lo justo para poder vivir.
Y la involución dejó de ser un término peyorativo.
Ascetismo, hedonismo, anarquía… fueron palabras que cada vez se hicieron más frecuentes.
Cada uno elegía el rumbo de su vida. Sus valores, sus derechos, sus obligaciones. Nada estaba bien ni estaba mal, porque no había una mayoría que juzgara. No existían prejuicios ya que ningún comportamiento era censurable ni censurado. La civilización si es que alguna vez existió alguna dejo de serlo. No había lugar para la civilización ni para la sociedad propiamente dichas, sino que existía una por cada una de las personas que pisaban la tierra.
Cada uno eligió su sitio y se sentó a esperar a que terminara el día.
Eso sucedió el día en que dejamos de creer en todo. El día que nos hartamos de la basura que vemos oímos y saboreamos a diario. Exactamente el día que los gobernantes dejaron de gobernar.