Tengo un problema… en realidad dos, mis piernas. Os adjuntaría una foto de ellas, pero no quiero inundaros vuestros sueños de imágenes dantescas. Haré una descripción breve y concisa: son dos palillos, de misma textura y color, salpicadas de pelos finos como agujas de coser. Estos engendros no merecen ver la luz del Sol. Por eso, desde mis dulces 16, que no he vestido pantalón corto. Ya podía achicharrare que ellas se ocultaban detrás de mis tejanos, quizás por eso son tan esmirriadas, por el efecto cocción.
Pero igual que Peter Parker al ser picado por una araña radiactiva, mi cuerpo, y mente, están empezando a mutar. Donde antes estaba una llanura marcada por un pequeño pozo ahora se perfila una barriga elegante de señor. Mientras antes corría por casa con camiseta todo el verano, ahora me da por mostrar mi torso desnudo; si antes los sábados pillaba unas tortas dignas de un playboy, ahora me conformo con una cena ligera, una peli en la cama y a dormir antes de las dos. No hace mucho, los domingos empezaban a la una del mediodía, como mínimo. Ahora me levanto temprano y ya estresado pensando en las mil cosas que tengo que hacer. Mi araña de Barcelona me ha convertido en un nuevo ser, en una persona corriente. Adiós señor Woody Allen, hola hormiga común del proletariado.
A lo que iba. Llegué a la conclusión que tenía que completar mi transformación con un nuevo elemento en el vestuario: el pantalón corto. Aproveché el inicio de las rebajas para ir junto mi novia a un centro comercial para comprármelo. Aunque mi corazón me pedía abastecerme de más libros, más DVDs y más caprichos pseudo-culturales, mi cabeza me insistía en el maldito pantalón. Tenía que sumergirme en el bullicio del populacho batallando por las ofertas, embutirme en un probador para desvestirme más veces de las que me desvisto en toda la semana y chuparme una cola digna de Godzilla para pagar.
La elección fue complicada. Mis dos extremidades inferiores no merecían ser el foco de atención, así que descarté todo pantalón por encima de las rodillas. Eso limitaba muchas las opciones. Opté por los piratas, pero parece ser que a sus diseñadores les da pereza crearlos, así que me vi obligado a escoger entre (¡sólo!) cuatro modelos, (mal) repartidos entre todas las tiendas. Después de probármelos todos, me cogí los que llevo puestos ahora mismo. Negros, que llegan hasta a medio palmo del tobillo, con mil bolsillos repartidos sin ton ni son. Pagué, con la duda constante de si me los llegaría a poner algún día. Salí a la calle sabiendo que ése era el paso definitivo para ser un nuevo hombre, un hombre emparejado con pantalón corto.
Y, finalmente, una semana después, los estrené; me atreví a salir a la calle, esperando aplausos de los transeúntes, vítores de mis compañeros de trabajo y una invitación del alcalde para almorzar con él, pero no. Me vieron en el trabajo y mil veces me repitieron “a ver si te compras unos calcetines cortos, que con estos de invierno pareces un viejo.” Todo mi gozo en un pozo. Y ahora un nuevo reto en el horizonte, comprarme unos calcetines que no lleguen al tobillo. Pero estoy contento, no soy tan normal como me temía, quiera o no, siempre daré la nota.
p.d.: también apuntar, que sería bueno ganar músculo para llenar un poco el pantalón y de paso bajar barriga. Eso ya no será un reto, será el acabóse.