En la puerta del Teatreneu, miro el reloj y enciendo el primer cigarrillo en doce días. Fumar sólo cuando ves a alguien hacerlo te convierte en un mono de repetición que ha sabido no caer en el vicio reiterado. Un mono con camisa negra y rostro rasurado que va a escribir una crónica del Prostíbulo Poético; una de las mejores opciones para el sábado por la noche en Barcelona, que convierte a la declamación y a la poesía en un espectáculo con medias y liguero. Apuro un vaso de cerveza en el bar del teatro y en la taquilla doy fe de que hacer de cronista de espectáculos te hace participar en el mismo; pido mi entrada como uno más. Como si fuera Hunter S. Thompson me zambullo dentro de la noticia y trato de jugar mi papel. Me deslizo hasta el interior, finjo ser otro espectador en el gran teatro de la vida.
En la puerta pido un vaso de vino que se que antes de sentarme ya estará vacío. Las chicas del Prostíbulo me saludan desde el escenario –algunas las conozco- mientras palmeo la espalda de un poeta con gorra de chulazo madrileño que no veía hacía varios meses. Casi a punto de sentarme a su lado decido meterme de lleno en el papel y me traslado a primera fila; soy un cliente con ganas de pasarlo bien.
La sala se llena y se hace el silencio. La calma anuncia la tormenta de poemas y lencería que está a punto de avecinarse.
En el escenario la figura de Madame Taxi se dibuja ante el rojo sangre de las cortinas. El suelo, fabricado con madera preparada para hacer deslizar la prosa y el canto, escucha cada una de sus pisadas como si fueran una última melodía. Alabama Song fluye por mis venas como si alguien me la hubiera inyectado. Los focos le iluminan la voz y la cadencia parece surfear por el teatro como espectro libre de cadenas. En su sillón se declara reina del burdel y dueña de todas las almas que se desnudan ante los ojos del espectador. Su armonía es miel de abeja y dardo venenoso; seca las retinas de todos los que estamos sentados en primera fila. Con el bastón en la mano dicta sentencia; los poetas se convierten en putas y aparecen en el escenario con el hechizo de su propia poesía.
Berlín libera versos de la jaula de los poemas, donde las palabras existen entre rejas; tan solo podrán ser liberadas por aquel que necesite oírlas. Te lee casi como un susurro, dejando escapar la belleza de la prosa atrapada detrás del filo de sus ojos. La bella Alexander Lou desafía al público y pide una inyección de pasión, clama por un amor que la abandonó y necesita morfina para ahuyentar al dolor. Su declamación es verdadera y sus piernas se pavonean bajo unos focos que de poder hacerlo, llorarían. Mad aparece en el escenario casi como un espíritu; sus palabras son terciopelo azul. Se arrodilla ante el público como si con ello obtuviera la redención. Lady Lee es azul y rojo y un beso detrás de la oreja. Enfundada en unos guantes negros su voz te envuelve y transmuta en poesía sonora, transporta, se eleva por encima de las expectativas de cualquier adicto al soul. Dante se convierte en un puñetazo verbal y dispara vocablos sin reparar en los daños que pueda ocasionar. Su diatriba es como un gancho de izquierdas en un ring de boxeo clandestino; si el escenario fuera cuadrilátero alguien le levantaría el brazo y el público bañaría la sala con el clamor que han suscitado sus versos. Roja saca a pasear las llamas de su pelo y sorprende con un poema salido de su escote; en su voz se dibujan las palabras que baten las alas perdiéndose detrás del telón. More Jazz es un abanico de pasión, un volcán con media cabeza rapada que funde icebergs con su sonrisa y provoca la aceleración de los biorritmos, así como Vahído, que como si fuera a contarte un cuento antes de acostarte, se sienta a tu vera y parece que quiera meterse entre tus sábanas para hacerte levitar en una nube de literatura. Las mejores piernas que he visto en años y unos ojos que en otra vida pertenecieron a un gato.
Alma aparece detrás de las cortinas de rojo pasión y se mueve en el escenario como si el viento fuera la melodía que la acompaña. En una silla convierte el delirio en belleza cuando me doy cuenta de que tengo la boca abierta. Rompo la oscuridad del escenario con mi cámara digital y me lamento de que no poder tomar notas; la grabadora de la mente trabaja con fluidez bajo los estímulos de la manifestación del arte que, corretea por el tablado como una puta traviesa que se niega a usar ropa interior. Cuando considero que me he recuperado, las Burlesquinas irrumpen en mis retinas mostrándome sus dotes como bailarinas; sufro una variante de ataque epiléptico ante el contoneo de sus cuerpos. Bailan estupendamente y saben ilustrar el espectáculo sin necesidad de palabras. Me rindo ante ellas y ante La editada, Adriana Bañares, que presenta el poemario ‘Ánima esquiva’ de la editorial Origami, recitando y mostrándose como una más del Prostíbulo Poético. No es la primera vez que he saboreado sus versos.
Desde lo alto de una escalera Glory Hole mira al público como si estuviera a punto de saltar encima de él. Su diatriba es puro sexo y luce camiseta de tirantes como si rapsodiar fuera el trabajo de un obrero de la sensualidad; lo suyo es tratar a los poemas como si fueran un adolescente inexperto. En todo momento Matías Muñoz armoniza la velada con el ataque epiléptico de sus dedos en el piano al más puro estilo cabaretero. Lady Lee vuelve a cantar y el silencio se convierte en oro.
Después del espectáculo las putas se ofrecen a recitar poemas íntimos. Si les compras una ficha te cogen de la mano y se te llevan a un rincón, desnudan su alma mirándote a los ojos como si les fuera la vida en ello. Pruebo con Berlín y su jaula de poemas y me siento obligado a repetir; considero que hay que liberar a toda aquella poesía enjaulada. Satisfecho, salgo al bar a por una cerveza y me escondo en el humo de un cigarrillo. Exhalar humo después de ir al prostíbulo te convierte en víctima de un crimen poético. La ignominia de los bajos fondos se arranca la máscara de vergüenza para lucirse ante el público con bailes y promesas de poesía.
Aplasto la colilla en el cenicero y entro en el bar del teatro. Encuentro al poeta de gorra de chulazo y nos sentamos en una mesa a esperar a que vuelva a ocurrir algo parecido a lo que acabamos de presenciar. La rapidez de los acontecimientos nos deja con ganas de más.
Obviamos pedir cerveza por miedo a que ahuyente el buen sabor de boca que nos ha dejado el show.