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Antropología hardcore para chicas guapas

El hardcore va directo al estómago. No es música que te tenga en cuenta. Hay música que te destroza la cabeza, que hace que te tumbes en la cama y tengas una visión tras otra. Quiero decir Portishead. Quiero decir Belle and Sebastian, Neutral Milk Hotel, Nick Drake. Los Magnetic Fields. Son experiencias estáticas, en las que no mueves ninguna parte del cuerpo y lloras un poco de una forma tan podrida y tan dulce que cuando te levantas de la cama estás bastante cerca de volverte loco.

Antropología hardcore para chicas guapas

El hardcore no. Es un género tan visceral que parece contener, estar hecho, nada más que de órganos que palpitan a una velocidad increíble. Deja la cabeza vacía, licuada por completo. Solo sirve para crujir un poco de tanto balancearla hacia delante y hacia atrás.
Yo lo había intentado. Tenía un amigo, un novio-que-toca-en-un-grupo y un compañero de clase de inglés que me colocaban auriculares en las orejas y me hacían escuchar música que no conseguía entender, y yo no era capaz de entender el hardcore. No era capaz siquiera de saber en qué idioma estaban gritándome. Ni tampoco por qué lo hacían, o si debía sentirme insultada, identificada o exaltada ante toda esa rabia canalizada a gritos. A mí Agnostic Front me dejaba completamente fría. Y NOFX. Y Millencoin, e incluso (oh joder) Lagwagon, o Bad Religion. Una vez, un extraño me hizo escuchar Rise Against, y me aseguró que iba a cambiarme la vida. No pasó.

En algún momento de mi vida, alguien me llevó a un pogo. Yo era una chica bastante tímida y un poco desequilibrada: me encantó.
En realidad, fue precioso. Me dieron un primer empujón tan fuerte que lo pies prácticamente se me levantaron del suelo. Hey, hola. Bienvenida. Mañana vas a ser de color azul. Yo empecé a saltar con los ojos cerrados, dándome golpes contra las piernas, los hombros y los brazos del resto de la gente. Olía a sudor y los demás gritaban. No era capaz de pensar en otra cosa que no fueran los pies que golpeaban el suelo. No tenía ni idea de qué estaban tocando, pero yo estaba muy bien ahí dentro. Parecía que los golpetazos me salieran directamente del estómago. Al día siguiente, tenía muchísimos moretones.

No fue algo que tuviera que ver con la música en absoluto, sino con el hecho de comportarme como un animalito durante quince minutos. No volví a hacer pogo y el hecho de que me persiguieran con auriculares llenos de música del infierno empezó a cabrearme un poco. Lo que sí entendí es que había otra forma de entender la musica que tenía menos que ver con racionalizar cada instante triste y más con vomitar angustia directamente de las tripas.

Entonces fui a Nueva York. Estuve dieciocho dias comportándome como si fuera yo, y entonces me regalaron una entrada para el AP Tour. El AP Tour es un festival de hardcore que recorre América, pero yo no lo sabía. Estuve veinte minutos haciendo cola para entrar, completamente empapada debajo de la lluvia y rodeada de chavales de mi edad con sudaderas de grupos. Yo llevaba un vestido con la espalda desnuda y tacones de doce centímetros y me sentí morir. Pensé en morir kamikaze y me puse en primera fila. A lo mejor fue porque tenía frío, porque estaba en Nueva York y eso no iba a pasar muchas veces más, porque todos a mi alrededor parecían estar en el concierto de su vida, pero cuando apareció un grupo llamado Sharks y empezó a tocar me convertí en otra persona. Me gustaba. Me gustaba mucho. Me pareció que lo entendía, que estaba envuelta dentro de un tipo de música que era completamente orgánica, que tenía que ver con un momento muy concreto de la vida en la que tienes un montón de cosas dentro que se contradicen y que explotan. Me pareció precioso, como si cogieran lo mejor de tu adolescencia, la mejor rabia que tienes, e hicieran que sonase en guitarras durísimas pero que no pesan, que parece que chispean. Sharks es el grupo que me abrió los ojos. Gracias. Después, tocaron The Swellers y Title Fight, y vi que esos chicos pegando saltos dentro de sus pantalones pitillo, agachándose para gritar estaban gritándome a mi, pero sobre todo gritando por el hecho de hacerlo. Vivían así. Tuve una visión muy breve de cómo eso era una cualidad especial, una forma muy dura de arder por dentro.

Empecé a hacer pogo con mis tacones de doce centímetros. Hacía unos dos años que no pegaba saltos y me mezclaba con los golpes y el sudor de un montón de extraños. La intensidad fue absoluta porque la música me estaba volviendo loca. Y yo, ya era como los demás que gritaban. Los chicos sonreían cuando veía mi cara de éxtasis, y las chicas pegaban saltos, se empotraban contra las vallas de seguridad y hacían mosh. Yo estaba a la mitad de un concierto de cinco horas, llevaba dos saltando y me sentía alucinar. Entonces empezaron a tocar Gallows y la cabeza se me deshizo encima de los hombros. Fue brutal. Era como animales mordiendo. Animales salvajes. Tenían la intensidad de un montón de puñetazos en la cara. El vocalista era una bestia brillante que se subia a la valla para gritarnos con fuerza. Su cara se contorsionaba en muecas, nosotros nos volvíamos locos y gritábamos bien alto. Era una furia durísima, una furia que te despertaba.

Todos los que habían ido a ese concierto sabiendo qué era aquello estuvieron coreando el nombre de los cabeza de cartel durante quince minutos antes de que salieran. Eran los Four Year Strong y y no los había escuchado en mi vida. Cerré los ojos para notar como ese subidón de sonido no se me estaba pasando. Empezaron a tocar fortísimo, gritando con una claridad increíble. El sonido de las guitarras y la linea de bajo eran tan densos que parecía que salían de dentro de mis propios huesos. Se montó el ultimo pogo, empecé a saltar y alguien me levantó. Hice mosh. Mosh de una punta a otra del Irving Plaza. Tenía los ojos cerrados y, aunque no creo que tuviera derecho, la segunda vez que tocaban cualquier estribillo yo ya podía corearlo. No me moví de la primera fila, no dejé de mover los pies y cuando hubo que gritar para pedir bises me dejé la garganta.

Al volver en metro estaba en éxtasis y se me habían jodido por completo las tapas de los zapatos. Una chica se sentó a mi lado. Era una chica preciosa, con las puntas del pelo rosa y una camiseta de Gallows. Me preguntó si venía del concierto, le dije que si. Nos sonreímos, dijimos amazing, cool, awesome y otras cosas muchas veces. Cuando me bajé se despidió de mí con un abrazo.

Al cabo de un par de días, el colocón de los saltos y los gritos empezó a bajárseme, pero dejé de sentirme como la misma persona y eso es así incluso ahora. No he escuchado discos de ninguno de los grupos que me reventarn la cabeza en el Irving Plaza, y cuando me preguntan qué música me va digo que el folk, que las cosas tristes. Pero voy a conciertos de hardcore, voy a conciertos de música del infierno siempre que puedo, sin saber nada, sin leer en la entrada el nombre del grupo. Me comporto como una yonqui y estoy ahí, en directo, con los oídos taponados de lo fuerte que suena todo. Y me encanta. Me destroza, me vuela la cabeza, me gusta un montón. Me gusta el hardcore en directo.

© Ilustración: Bouman