Bastardos

Bastardos – II

II

Apolión nos dio la bienvenida a sus dominios con una detestable actitud de amo del calabozo, plantado en una intersección de túneles y a escasos metros de un acceso enrejado del que brotaba una densa y desasosegante tiniebla.

Bastardos – II

Afroamericano, espigado, innecesarias gafas de sol y testa cubierta por la capucha de su sudadera, dos tallas superiores. Respiraba con esfuerzo, teatralmente, beneficiándose de la sonoridad de la cloaca, llena de goteos en la distancia, esos que, por mucho que te acerques a ellos, nunca alcanzas.

Rafi iba a la cabeza, su actitud protectora en acción. Mike permaneció fuera, en la superficie, vigilando mi furgoneta, o más bien sus herramientas, la colección de armas contundentes, cortantes y perforadoras con las que daba caza a criaturas descarriadas como el chaval de la iglesia, que teniendo en cuenta la naturaleza retrospectiva de este capítulo, llamémosle flashback, morirá, una vez más, en menos de un día, cuando un martillo le caiga en la cabeza y le difumine literalmente las ideas.

Y si Mike no quería saber nada de Apolión es porque detestaba a los de su calaña. Los consideraba unos traidores a la causa de nuestro padre, ya que, aun siendo primos hermanos, hace tiempo, en una tierra de prodigios que engendraban mundos, nos la jugaron y decidimos, aparte de patearles el culo, no invitarles más a nuestras fiestas de cumpleaños.

«Apolión, querido amigo», dije, «espero que la excusa sea buena y descender a este reino de heces haya valido la pena. Estaba muy tranquilo en casa, disfrutando de la tele por cable, una cerveza helada y unos nachos con guacamole.»

«Gabriel, Gabriel…», respondió, «enamorado de tu propia voz. Sabes por qué estás aquí, tú y tus hermanos, incluido aquel que en un tiempo ya remoto encabezaba las huestes celestiales. Desde aquí puedo sentir sus ansias de guerra.»

Alzó la cabeza y husmeó. Tenía razón, la belicosidad de Mike era palpable. No sé a qué olía, pero era evidente que andaba a la defensiva. Desconocíamos la causa y los bandos, solo que se tomaba cada día como un entrenamiento para esa gran batalla final.

«Por favor, Apolión, explícanos qué te ha ocurrido…», dijo Rafi en tono conciliador, sus ojos puestos en la reja metálica. Tras ella se intuían formas humanas que, de no saber qué eran, habrían bastado para que me cagara en los pantalones.

«Uno de los vuestros ha ultrajado este santuario. Esgrimió argumentos amistosos y yo le atendí con toda la paz que la tregua me permite emplear. Buscaba ayuda, quería mi ayuda, e insistió en que había descubierto la forma de volver allí donde nos engendraron, el lugar del que caímos incontables centurias atrás, nosotros, parias rebeldes.»

«Sí, sí», intervine, «conozco la historia. Ángeles caídos, demonios y todo eso. Te recuerdo que aunque no lleve ni diez años en este país, hemos pasado por lo mismo. Yo, Rafi, incluso Mike, por muy sorprendente que te parezca que un lameculos como él pierda su estatus. Ahora mismo solo me importa qué pasó en este pozo y quién te ha visitado. Los motivos, por desgracia, ya los conocemos.»

«Apolión», dijo Rafi, «sabemos que traficas con almas.»

«Sí», dije, «dejas que cualquiera con la suma correcta recupere unos cuantos muertos del otro lado, incluidos los riesgos derivados.»

Nuestras miradas confluyeron en la reja. Apolión llevaba tiempo custodiándola, un trabajo de escasas satisfacciones. A un chasquido de sus largos dedos, un fallecido acudía desde donde demonios conectara el pasillo y regresaba a nuestro mundo con el cerebro embotado y resquicios de su anterior personalidad. Sin necesidad de devorar cerebros, pero con muchas ganas de armar jaleo.

«¡¿Qué sabréis vosotros del otro lado?!». Agitó los brazos en el aire en una pataleta cómica. «Una eternidad defendiendo este acceso, evitando que los muertos lo crucen, que los vivos lo encuentren. ¿Y vosotros qué? Vuestro trabajo es mantener a raya a los recién caídos. En cambio habéis permitido que uno de vuestros hermanos irrumpa en este sanctasanctórum y me robe… ¡a mí!»

«A ver, cállate un segundo y responde: ¿cuántos fiambres se llevó?», dije.

Apolión retrocedió, sus argumentos no valían ni un diez por ciento de lo que aquellos que conocían su secreto pagaban por interactuar brevemente con sus seres queridos. Se dejó caer en un camastro rodeado de objetos recuperados de la basura. Su hogar.

«Robó a siete, siete era un buen número, simbólico, según él. Que sepan llevar una moto de gran cilindrada, dijo, y yo asentí temiendo por mi vida. Luego le serví la peor escoria muerta en los últimos meses y el muy estúpido la acogió como una victoria. Ignorante…»

Una risa cascada celebró el regalo envenenado. Sonreí. El giro irónico, y puede que inteligente, no le restó patetismo. Rafi se atrevió a preguntar el nombre del infeliz ladrón.

«Yuri, se llama Yuri», dijo Apolión. «Aficionado al plural mayestático.»

«Nosotros le daremos plurales mayestáticos», dije sonriente.