V
“Bienvenidos a Los Pardos”, dije al bajar de la furgoneta. Fui el último. Mike y Rafi la abandonaron como rayos, sus ojos puestos en el individuo espigado y de pelo cano que abandonaba una tienda de comestibles.
Las manos de Mike tomaron a Yuri de la chaqueta de cuero y lo arrastraron por los suelos alzando una polvareda en la que solo se distinguían los aspavientos de la víctima, de voz gritona y torpe defensa. Rafi acudió a separarlos y, tras el esfuerzo, recompuso su chaqueta con elegancia. Quiso aparentar normalidad en una calle que prometía llenarse de curiosos.
Mike alzó a Yuri y este quedó entre él, la espada, y Rafi, la pared. Faltaba una fuerza mediadora, y ahí entré yo, esgrimiendo la sonrisa de los ganadores y unos argumentos acordes a mi ventaja.
“Así que pliegues dimensionales… ¡Pero si no sabes ni atarte los cordones de los zapatos!”
“¡Existen, os lo juro!”, dijo en un conato de forcejeo. “Dejad que os lo explique, volver a casa es posible…”
La colleja de Mike ejerció de punto y aparte.
“Necesitas una camisa de fuerza”, dije. “¿De dónde has sacado la brillante idea de convertir siglos de mito y tradición en un episodio de Star Trek? ¿Y robarle a Apollyon? ¿En qué estabas pensando? Por no hablar del astrónomo al que te has camelado para que investigue tus delirantes ideas.”
“¿Tom? ¿Dónde está? ¿Le habéis visto?”, dijo Yuri.
Antes de que pudiera decirle que no, un tipo salido de una calle cercana alzó en volandas a Mike y lo arrojó contra nuestra furgoneta. Sufrí más por la chapa del vehículo que por mi hermano, que permaneció unos segundos en el suelo, tosiendo y gateando impotente en busca del enemigo. Yuri aprovechó la sorpresa para parapetarse tras su salvador, o más bien, esbirro, por el tono macilento de la piel y la mirada perdida. Le acompañaron media docena de individuos de idénticos olores corporales y actitud protectora. Nos rodearon.
“Cómo son mis chicos… tan sensibles a las injusticias”, dijo Yuri. “¿Quién me iba a decir al reclutarlos que llegaríamos a establecer una relación tan estrecha?”
“¿Reclutar o robar?”, le desafié.
“Nadie los echará en falta salvo ese demonio viejo y avaricioso… aquí son de mucha ayuda, auténtica ayuda.”
Los muertos dieron un paso. Uno en concreto desvió la vista hacia la furgoneta y, casi al instante, los neumáticos delanteros reventaron. Sus ojos, sin dar muestras de satisfacción, buscaron con parsimonia un nuevo objetivo, y lo habrían encontrado si el empellón de Rafi no hubiera llegado a tiempo. El muerto rodó por los suelos y en ellos se quedó, tieso, aguardando órdenes.
“Vaya, vaya, vaya, esto es una batalla campal”, exclamó Yuri, envalentonado pero cada vez más lejos de la acción.
“¡Aún estás a tiempo de pararla!”, dije. Respondió uno de los muertos, moviendo los labios sin emitir sonido alguno. Rafi me miró de reojo, expectante, yo hice lo mismo.
“¡No!”, dije al descubrir una primera llama en la chaqueta de mi hermano. La prenda ardió en cuestión de segundos, e igual de rápido Rafi se libró de ella y, trabajando en equipo, apagamos el fuego a pisotones.
“La de cosas que aprenden los muertos en el otro barrio. Pero bueno, vista la diferencia de fuerzas, lo mejor será que volváis por donde habéis venido y me dejéis trabajar en paz, ¿entendido?”
¿Qué iba a decirle? ¿Qué una vez Mike estuviera en pie nos echaríamos otra vez sobre él para que sus zombis nos hicieran picadillo? Apreté los dientes y soportamos sus risas y gestos de victoria al marcharse. Rafi hizo algo parecido, añadiendo al esfuerzo una presa sobre Mike que, aturdido pero rabioso, quería seguir con la pelea.
Sí, habíamos perdido una batalla. Y lo peor fue que tampoco sabíamos cómo ganar la guerra.