Cogí una silla, me alcé sobre ella y me puse a fumar en la ventana. La alarma podría saltar en cualquier momento, pero necesitaba hacer eso. La puerta estaba muy cerca, podría haber salido, pero no era lo mismo. Ya era oscuro. El suelo de arena estaba medio húmedo y con huellas de gente, y ruedas. Hacía frío pero tenía la calefacción en marcha. Y allí estaban, delante de mí, sin enterarme, habían estado ahí todo el rato. Y es que aunque con la luz no se vean, en la oscuridad sí. Siempre lo han estado. Sólo tengo que mirar hacia arriba, esta vez acompañadas por un tubo gigante, alargado, muy alto. Antes debería echar humo, como mis labios. Ahora no es más que algo que la gente ve al pasar. Acompañada de todos los árboles, de todas las personas en sus habitáculos, en sus lugares.
No me enteré y empecé a sentir mi cuerpo húmedo, por gotas de agua, estaba dentro. Joder, la puta alarma. ¿Qué iba a hacer ahora? En lugar de ponerme nerviosa me relajé ipsofacto. Las chispitas de agua caían sobre mi piel. El calor radiando del calefactor no cesaba. Todo se fue, y vinieron hacia mí. Las pequeñas gotitas de agua me acariciaban, me acogían con sus hilos, y unos globos mágicos volaban alrededor de la chimenea, muy alto, hasta el infinito. “El infinito está contigo” me susurraba el agua en forma de gotas. “Aunque nadie crea que nada es eterno, no te preocupes, estamos contigo, estás en lo cierto, siempre nos tendrás. Te costará vernos muchas veces, pero nos encontrarás en la eternidad, a la cual perteneces”. Me alivié. Me tendí en el suelo, y caí dormida.
Un océano de burbujas me esperaba para abrazarme, ya no había marcha atrás. Desperté y todo estaba sumergido. ¿Dónde estaban los demás? Da igual los demás. Estás conmigo, estoy contigo. Soy yo. Azul, transparente, espesor en la mirada cambiante, en las estelas de aire, formando esferas submarinas. Hacia atrás, nadé, respiré, toda la profundidad, toda la edad, las lágrimas eran ese mar escondido detrás de la inmensa cueva subacuática. Latente, hipnótico, grosor, tinieblas. Mi sombra difuminada en lo hondo de los ladrillos flotantes, blanditos. No había ni hay ninguno, todo pura ilusión. No hay más que agua salada, heridas abiertas, ardor placentero. No importa nada, solo el todo. Seguí por ese cubículo, al que accedí fluyendo, sin percatarme.
El adiós no existe. El creer es el ser. Vacío en el desequilibrio, en los balbuceos acarreados en la espalda, en la nuca. En el nunca.
Agradecimientos cósmicos a Ada Cruz, Almudena Manzanal, Bruna Esteves y Andrea Ganuza.