Como veréis en el título del capítulo, esto no se trata de que yo os cuento una historia y todos nos reímos del pobrecito Roger, no. Esto os lo tenéis que tomar en serio. Gracias a McOg y asociados os convertiréis en personas de bien, con unos conocimientos sobre la vida superiores a los de la media. Aumentaréis vuestros reflejos para la supervivencia en un 300%, porque lo digo yo, y porque 300% suena a éxito asegurado, a no ser que seas matemático y sepas que un 300% es una puta mierda pinchada en un palo. Lo que quiero decir con esto es que no penséis que Roger es una desgracia de la genética humana. Pensad en él como el pionero hacia el siguiente eslabón de la evolución. Un hombre por el que, gracias a su torpeza, las generaciones futuras podrán subsistir en el planeta otros tantos millones de años.
Prestad atención y tomad nota en ese cuaderno nuevo tan chulo que os habéis comprado hoy.
Corría el año 2003 y Roger McOg era un tranquilo mozalbete de once años, relajado, paciente, observador, un niño seta, vaya. Se pasaba las horas de clase mirando al techo, costumbre que ha alargado hasta el presente de indicativo.
A veces pienso que Roger ve cosas que el resto de los humanos no somos capaces de ver.
En los recreos, el muchacho era igual. Paradito. De los que les dices “no te muevas” y vuelves a las doce horas y ahí sigue el nene, en standby. Pues aún con eso, el listo de Roger se las ingeniaba para meterse en líos. Hay que decir que en su colegio abundaban los gallitos prepúberes que no tienen nada mejor que hacer que meterse con los más débiles, pero aun así, hay que esforzarse mucho para meterte en una pelea interpretando tu mejor papel de figurante en el patio del colegio.
Pues total, que un día durante el recreo se acercó un espécimen dos o tres años mayor que Roger y, porque le apeteció, le soltó un guantazo que le vistió de torero. A continuación, le pilló del cuello cual cangrejo y le estampanó contra el muro más cercano donde, de regalo, le propinó un exquisito puñetazo de nivel 5 en el estómago. Alrededor de los dos críos, una jauría de educandos hormonalmente inestables se acercó, curiosa, para vitorear o abuchear, según facciones políticas.
Tras un segundo puñetazo en la barriga, el patio del colegio se sumió en un silencio pastoso en el que sólo se dejaba entreoír el chisporroteo de las hojas otoñales y los coches en la carretera lejana. Un amigo de Roger pidió al acosador que le dejara tranquilo pero Roger le hizo una seña con la mano para que le dejara hablar a él.
La voz no le salió tan clara como quiso dado que los dedazos del otro chaval aún seguían alrededor de su cuello. De hecho, hablan los historiadores de que ese fue el momento exacto en el que la voz le cambió de un suave tono angelical a voz de ultratumba.
Carraspeó unos segundos para aclararse la garganta y tranquilamente dijo: «Mi hermana pega más fuerte».
Y eso, ¡eso!, amigos míos, es de lo que trata este capítulo. De saber cuándo callarse. De saber, que si estás en un callejón oscuro y un tipo te saca una navaja, no te rías del tamaño de su navaja. No eres Spiderman. Eres un tío que ahora mismo se está meando los pantalones porque un fulano te ha sacado una navaja en un callejón. No insistas. Y si te quieres hacer el héroe, que puede ser que quieras, entonces, haz algo épico, y luego, ¡luego!, dices la frase épica. Pero no antes, nunca antes.
Esta ha sido la primera lección que os enseña una servidora gracias a