Roger McOg y la vida

Lección 04: Un viraje excesivo

El abuelo de Roger McOg mola un copón. O sea, literal. ¿Qué clase de abuelo es piloto de avionetas? No, espera. ¿Qué CLASE de abuelo no solo es piloto de avionetas sino que te deja pilotarlas? Pues el abuelo de Roger, cómo no.

Lección 04: Un viraje excesivo

Un octogenario entrañable que cuando era un mozo de setenta años decidió que se iba a llevar a su nietecito a «darse un voltio» por el extrarradio gallego. ¿Y qué leches? Que pilote él, ya tiene nueve años, en muchas culturas ya sería todo un hombre.

Roger recibió la noticia con tanta alegría que casi se hace pis encima, y cuando llegaron a la pista donde se encontraba la avioneta del abuelo McOg, le faltaron piernas para ir corriendo hacia ella. Con ayuda del hombre, se subió a la parte delantera y se acomodó antes de observar maravillado los controles de la nave. Que tampoco hay mucho, es una avioneta no un X-Wing. Es el equivalente de las aeronaves a la calculadora que te entra con el Nesquik. Tras una breve introducción a la aeronáutica, Roger McOg se preparó para hacer volar a ese viejo trasto. Mientras, el otro viejo trasto llamado “abu” rezó a todos los dioses de los que se pudo acordar en ese momento. Hubo un momento en el que ambos McOg se plantearon si realmente había sido tan buena idea como pareció en un principio.

«No se lo diremos a mamá.»

«No se lo diremos a mi hija.»

Contra todo pronóstico, el vuelo resultó ser bastante agradable y controlado salvo un par de baches que debió pillar por el camino, que ya me dirás cómo pero son sus palabras. Ah, y por supuesto, el pequeño detalle de que Roger era bajito, increíblemente bajito. Bajito para muchas cosas, desde alcanzar el estante de arriba hasta para encestar una canasta colocada a metro y medio del suelo. Pero sobre todo era bajito para manejar una avioneta. O cualquier tipo de vehículo, vaya. A ninguno de los dos se les había ocurrido que tal vez, TAL VEZ, para planear bien el cacharro había que llegar a una cierta altura. Digamos que lo suficiente para ver por la ventana. SÓLO.

Así que claro, iba un poco a ciegas. Sin embargo, y para que cuente como misterio de Iker Jiménez, sólo veía por la ventana de la derecha, así que la avioneta iba prácticamente dando vueltas en círculos hacia ese lado. Como uno de esos perretes bobos que intentan atrapar su propia cola.

Por fin llegó la hora de volver a tierra, habían sido unos buenos cuarenta y cinco minutos en constante tensión y el abuelo McOg no quería tentar a la suerte, ni a la muerte. Fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa muy graciosa. ¡No había enseñado a su nieto a aterrizar! Que básicamente era el proceso inverso a despegar, pero con lo torpe que era su nieto, lo mismo aparcaba con el avión boca abajo. Disgustado ante aquel pensamiento, no dudó en deslizarse hasta el asiento delantero de la avioneta, con una mano sujetando el mando de control y con la otra empujando sutilmente a Roger para que se echase hacia el asiento trasero. Qué bien le podría haber explicado las instrucciones allí mismo, pero había mucho ruido dentro de la cabina y tanto Roger como su abuelo están bastante tenientes.

Una vez que “abu” estuvo al control del cacharro, realizó un preciso aterrizaje en la pista. De diez. Para las Olimpiadas, casi. Se hubieran llevado la plata porque Roger no paraba de berrear y llorar desangeladamente como si le hubiera dado el bofetón de su vida. Y como sólo se podía salir por puerta del copiloto, Roger se marcó un Tejero para que allí no saliese ni dios.

«¡Hasta que no me dejes despegar y volver a aterrizar, de aquí no nos movemos!»

Se cruzó de brazos e hizo un mohín que más que reflejar ira reflejó ternura de cría de pato. SU abuelo trató de razonar con él de todas las formas posibles. Le explicó por qué no podía ser, qué problemas podía acarrear, que debería estar agradecido por el regalo que le había hecho, le amenazó con no volver a dejar pilotar, con quitarle las gominolas, con descuartizarle y arrojarle al mar. Nada. Así que con toda la tranquilidad, sacó de la guantera un periódico y se puso a leer con calma y en voz alta todas y cada una de las noticias. Cinco minutos después, Roger aporreaba la puerta con desesperación tratando de salir de allí.

Esta historia tiene muchas moralejas, amigos. Creo que la primera y más evidente es que no dejes pilotar una avioneta a un niño de nueve años, bajo ningún concepto, nunca. Pero verdaderamente, la lección que Roger os quiere enseñar con este relato es que desear algo no significa poder conseguirlo. Y si no lo consigues, no toques los cojones a los demás, que no tienen la culpa.

Ale.