Toda la vida nos han dicho que lo importante no es ganar sino participar; que no hay que tener mal perder; que hemos venido a jugar y a pasarlo bien… y demás chorradas para que no te sientas mal por ser un jodido inútil. Roger, uno de los seres con menos espíritu competitivo del mundo, lo aprendió por las malas. Y digo que no tiene espíritu competitivo por decir algo bonito. Digamos que si en el planeta sólo quedaran él y otra persona solamente y el que ganase a una carrera sobreviviría al apocalipsis zombie, él perdería por educación.
Corrían sus años mozos, unos doce o trece años y Roger era un chaval que hacía deporte (¡ojo, cuidao!), concretamente piragüismo. Era un pro del tema y se le daba tan bien que le llevaron a un campeonato chachi pistachi a demostrar su valía.
Llegó prontito por la mañana, cuando la niebla y el rocío mañanero aún hacían el amor con furtiva desesperación. Las plantas y los árboles goteaban agua casi helada y el aire que se metía en los pulmones hacía retorcerse hasta el mismo diablo. Vamos, que hacía un frío del copón bendito. Roger sacó de su mochila el traje de neopreno que no perdió tiempo en humedecerse y congelarse para así otorgar al usuario el máximo confort durante la puesta. El pobre chaval, esmirriado como era, empezó a notar los efectos de la necrosis en su piel. Creedme, un neopreno húmedo y frío es peor que que te coma la cabeza un caimán.
Poco a poco la cosa empezó a moverse, el resto de participantes llegaron; las piraguas aparecieron como por arte de magia, transportadas por una camioneta inmensa, y tanto el público como los chavales comenzaron a ponerse nerviosos. En la categoría de Roger, eran sólo siete participantes, cosa que alegró a nuestro chiquín porque se clasificaban diez aspirantes así que por narices tenía que clasificarse aunque fuese el último.
Por fin llegó la hora de la prueba y Roger se situó en la línea de salida con su mente y remo preparados para la acción. Cuando dieron la señal, para él el mundo se volvió negro y sólo vislumbró el agua y su objetivo: llegar el primero. Esquivó rocas; bajó pequeñas cascadas; estuvo a punto de volcar un par de veces y se comió de lleno un árbol. El vegetal, tan contento por esa muestra de cariño, le agarró y meció entre sus ramas durante largos minutos, los justos para que llegara el último a la línea de llegada que, por cierto, estaba a escasos metros. Por ende, llegó tardecito a la meta. ¡Pero no pasaba nada! ¡Sólo eran siete! ¡Estaba clasificado! Donde otros habían tenido que pelear con uñas y dientes por clasificarse porque eran ciento veinte y la abuela que venía de Almuñecar, él no había tenido que esforzarse en demasía.
Recogió su piragua y se acercó al entrenador para empezar a cambiarse de ropa en lo que aparecía en la pantallita, que habían colocado peligrosamente en la margen del río, la clasificación. Pasados unos minutos, los nombres de sus contrincantes empezaron a resplandecer en la pantalla negra del uno al seis. Y ahí acabó la cuenta. No había siete. No había Roger McOg. De los siete participantes que podían clasificarse, él no lo consiguió. Su entrenador le puso la mano sobre el hombro, en un gesto reconfortante y le dijo con voz cálida:
—Eres un jodido inútil.