En el año 2008 la policía me escoltó fuera del trabajo para evitarme una paliza monumental, un año antes tuve que refugiarme en una tienda de guitarras para esquivar un puñetazo que salió de la nada y hace unos meses decidí mudarme tras leer en Internet, como alguien tenía controlada mi ruta para pasear al perro…
¡Son los gajes del oficio! El complejo oficio de ser mala persona.
Cuando eres un periodista sin talento, cercano a la izquierda radical, lector de poesía pedante y pones cara de pena en todas las fotos. Es extremadamente sencillo llamar la atención del público con ese porte de afligido-maldito. Pero cuando te apellidas Salgado y entrevistas a mujeres sin ropa, debes transformarte en la peor persona sobre la faz de la tierra para que la masa borrega te preste atención.
El tortazo que soltó Nacho Vidal sobre mi cara resonó tan fuerte que se escuchó incluso detrás del cristal del estudio. Le dije que podía golpearme si alguna pregunta no le resultaba agradable y segundos después su mano chocaba sobre mi mejilla derecha. Era la primera vez que un invitado me abofeteaba, pero dudo que sea la última.
Mis padres nunca pensaron que todos aquellos tebeos que me compraban de niño pudieran influenciar en mis años adultos de esta manera. Mi cerebro está lleno de robots gigantescos que destrozan ciudades, monstruos sanguinarios que cobran vida en noches de luna llena y malvados científicos que, escondidos en un laboratorio, juguetean con miembros amputados de toda clase.
Cuando compro viejos tebeos en mercadillos decadentes, cuando visiono la última serie de Netflix, incluso haciendo zapping entre vetustos canales de la TDT, siempre escondo un anzuelo profesional. Anhelo encontrar la chispa adecuada que trasladar hasta mi programa de radio y seguir transformándome en una persona despreciable. El más simple gesto cotidiano puede esconder una anécdota que narrar en antena y esa experiencia no puede dejarse escapar, aunque te transforme en un esclavo laboral.
¡Soy mala persona! Rebusco en los rincones más sucios de mi cabeza hasta encontrar el pensamiento más desagradable que poder utilizar en caso de emergencia. Busco el encontronazo laboral para poder sacar la artillería acumulada y cualquier excusa es buena para derramar odio desmesurado sobre las aceras. Como el tiburón de Spielberg, buceo escondido esperando bañistas incautos que quieran pasar una tarde divertida perdiendo alguna de sus preciadas extremidades. Soy el mapache de Guardianes de la Galaxia, cuando debería intentar transformarme en el galán guaperas.
Obviamente esta maldad confesa y rebuscada me aleja de los grandes cánones que promueve mi profesión. Como decía antes, resulta ideal llorar lágrimas de cocodrilo y contarle al mundo que eres un mártir de la libertad de expresión, despedido de la Cadena SER por defender tus ideales políticos. Eso vende…
Pero cuando te despiden por pasarlo bien en las ondas, cuando el motivo de la censura son palabrotas y muchachas en pelotas. ¡Nadie se apiada de ti!
En esa tierra de nadie vive servidor. En el fondo eres un héroe, como una especie de Batman con melena, que vigila los intereses ciudadanos, pero los métodos empleados son demasiado rudos.
Durante años me encabezoné renegando de los artistas de culto, que tienen una masa de seguidores reducida pero selecta. Las casualidades de la vida y sobre todo los enmascarados que viven en mi cerebro, me han alejado de los grandes estadios donde triunfan los elegidos.
Con los años me transforme en una especie de comunicador al que todos miran con desconfianza, soy ese pecado culpable que reside tras un cristal blindado. Mis compañeros de profesión afirman admirar mi valentía, pero no desean caminar un solo peldaño en mi compañía. Sobre mi escritorio de trabajo descansan dos muñecos: Ming & Kingpin, dos malvados buscando controlar el mundo. Hace pocos días me compré en Japón una chapa metálica donde se puede leer: ¡La guerra todavía no terminó!
Son todo pequeñas migas de pan para no perder el camino de baldosas amarillas. No sea que un día me levante con el pie torcido y ejecute algún acto de bondad.
Hace dos años la presentación del Salón Erótico de Barcelona se celebró en una galería de arte con restaurante. El único asistente que tuvo que salir por la puerta trasera fue servidor. Un tipo vestido de vampiro aguardaba en la puerta gritando que me estaba esperando, por ese motivo tuve que salir entre cocineros y camareros que alucinaban preguntándose quien era aquel tipo que corría apartando platos pre-cocinados.
Supongo que sería sencillo poner cara de pena, calzarme un jersey de cuello alto, disimular la calvicie y llorar por las esquinas. Lo fácil sería decir que soy un mártir de la censura derechista, organizar un crowdfunding para que mis oyentes me paguen los caprichos y principalmente hacerme el interesante hablando de poesía maldita. Este es un país que no perdona el éxito y por ese motivo los perdedores intelectuales son idolatrados. Como siempre seguirán fracasando y llorando las penas, resultan uno ídolos perfectos. Por el contrario, alguien que disfruta de su trabajo y no postea estados deprimentes siempre será perseguido por los odios colectivos.
¡La radio es mi metralleta! No pongo discos, no hago la pelota, no soy políticamente correcto y, lo más importante, no hago nada que no haría Keith Richards.
Hace tiempo que desistí en la misión de querer agradar al público más generalista y jamás compartiría pulpito con un periodista maldito que lee poesía. Me resulta más atractivo mirar la primera temporada de Luke Cage, mientras devoro comida china y caramelos japoneses. El crowdfunding no va con los villanos intergalácticos, eso es para mendrugos sin aspiraciones llegadas de otra galaxia.