Esos antros de ruido (y tortura) que están llenos de ruido, penes y golfas de un olor tan dulce, sintético o natural.
En la calle una panda de drogados hace una cola interminable llena de guiris, impacientes por llegar a la puerta y soltar los 15 euros. Los gorilas los miran de arriba abajo con cara de hastío… pero consiguen pasar.
Dentro sólo hay ruido desorbitado, suciedad en el suelo y mucha carne incierta. Como dijo aquel poeta, “un circo”.
Y entonces lo vi. El impresionante muslo de la nórdica fue rasgado por el vaso de tubo roto por la mitad, se le clavó prácticamente hasta el hueso, en el dulce muslo interno, al caer de culo al sucio suelo. Tal objeto de placer rasgado de esa manera.
Prácticamente erótico y excitante si uno fuera un insensible ante el dolor ajeno o un psicópata.
Ella había patinado con los restos del vaso de tubo, iba con chanclas. No parecía que le doliera lo más mínimo, siguió bailando en el suelo (cuál vil araña de patas largas recién pisada)… a saber que droga corría por su sangre y por ende ahora por el suelo. Su sangre comenzó a deslizarse con energía por el rasgón, la textura del vidrio ensangrentado era bonita, enfermiza, trágica. Lástima que apenas se viera nada, por la oscuridad. Creo que los problemas comenzaron a ser los pisotones, el resto de personas debió pensar instintivamente que eso del suelo era una chaqueta, y no, era una nórdica rubísima desangrándose.
Pero había tanta gente drogada y sudada que tardarían aún unos minutos en darse cuenta y ya sería demasiado tarde. Otra baja colateral de la diversión.
Mientras tanto dos alemanas colocadas se dejaban meter en la boca cualquier cosa caliente y húmeda y las gogo´s no dejaban de bailar bajo los flashes estroboscópicos de la discoteca. El circo seguía en pie.