“¡Y otro día más, damos las buenas noches al mundo, esperando poder recibirlos mañana con una amplia sonrisa y un hueco en el corazón! ¡Vida libre, amigos!”
Las comisuras de mis labios bajaron poco a poco acompasando al ritmo de la canción que me abandonaba por momentos. Acababa de ver otro de aquellos vídeos tan maravillosos y espléndidos que me traían recuerdos de tiempos mejores, cálidos pero efímeros. Tiempos que no eran míos.
Cerré los ojos y suspiré, presa de mil emociones que nunca habría sabido expresar pero sucumbiendo a la misma tediosa soledad de siempre en la que me encontraba. Estaba vacía, por dentro y por fuera, y aquellos momentos eran lo único que llenaban mi vida de algo que pareciese tener sentido.
Una mano rozó la sábana que me cubría, la dulce suavidad de la piel de una madre siempre se reconocería entre millones de nubes de algodón. Con los ojos entornados la miré, cansada, esperando su reprimenda.
– No entiendo cómo te puede gustar tanto ese programa – Dijo entre susurros, seguramente provocados solo para no molestarme. – Sabes que a tu padre no le gusta que lo veas. – Con un gesto amable pero firme, apagó el ordenador y me miró profundamente.
– Papá no es capaz de entenderlo. Si se sentase a verlo más de diez minutos seguidos se daría cuenta de lo equivocado que está. – Contesté con desdén. Jamás me había escuchado, y sabía que no empezaría a hacerlo ahora.
– No lo sé Alma. Él cree en otras cosas… – Me acarició el pelo entre sus finos dedos y me besó la frente, como hacía todas las noches. – Siento que nunca serás demasiado mayor como para hacer esto. – Yo no pensaba quejarme, agradecía el contacto. Era el poco que tenía. – Buenas noches.
– Buenas noches. – Respondí mientras veía cómo la parte baja de la sábana se elevaba. Supe que estaba tocándome las piernas al ver el movimiento de la tela, pero como siempre desde que tenía memoria, no sentí nada. Y por dentro, tampoco.
…
“¡Buenos días mundo! ¿Cómo habéis amanecido? Esperamos que hayáis despertado llenos de energía porque hoy será un día largo en el que, una vez más, deberemos luchar. ¡Vida libre, amigos!”
El sol me azotó en los ojos como una vieja casera aparta a los gatos de su ventana, con amenazas de represalias, y no tuve otra que levantarme de la cama. Lo hice de buen humor, mi madre me había encendido el ordenador y había puesto otro de mis vídeos antes de irse a trabajar. Se aseguraba de que así, no me quedase dormida. Y era realmente eficaz.
Absorbí cada gota de cultura que había dentro de aquel vídeo y cuando terminó hinché el pecho con fuerza para levantarme de la cama y caer con más bien poca gracia sobre la silla de ruedas, que me esperaba a los pies de ésta. Rodé hasta la cocina y desayuné. Me gustaba decirlo así: “Rodar”. Le daba a todo un toque mucho más carismático. Una gota de color en un mundo gris y aburrido.
Di vueltas por el salón en círculos, sin ningún objetivo aparente, cuando me detuve a mirar por uno de los pequeños balcones que adornaban la habitación. Me parecía estar viendo humo. ¿Podía serlo? ¡Si! ¿Qué estaba ocurriendo? Intenté asomarme, abrí las puertas de cristal y me incliné sobre la silla, pero la barandilla era demasiado alta como para asomarme sobre ella . Eterna enemiga…
Escuché gritos autoritarios en la calle, y sin poder aguantarme más di media vuelta y rodé hasta mi habitación para recoger la cámara de vídeo que, hacía años, mi padre me había regalado en un intento por aliviar mis obvios pesares. Nunca la había usado, hasta ese día. La encedí, estiré el brazo por encima de la barandilla y apunté hacia el que parecía el foco del humo. Debí pasar en esa postura más de media hora, incluso el brazo se me había entumecido, pero no me detuve hasta que tuve claro que todo había pasado. Di media vuelta y carrera hasta mi habitación, donde enchufé la cámara al ordenador y pulsé el play tan rápido como mis dedos y la tecnología me lo permitieron.
Creo que vi el vídeo entero tres veces seguidas.
Una mujer, mayor, y su hijo que apenas pasaría la veintena se imponían ante cuatro miliares armados intentando por todos los medios que no apagasen el fuego que tras su espalda se propagaba. Un fuego que lamía con fuerza lo que claramente se podía identificar como un cuerpo humano tendido sobre un montón de cubos de basura apilados. Aquella mujer gritaba “¡Es mi marido!” una y otra vez, mientras su cara se volvía roja y pálida por segundos, y su hijo le hacía los coros berreando con furia “Será a nuestro modo, no al vuestro, hijos de puta”. Y yo sabía de qué iba todo aquello.
No les conocía de nada, de hecho no creía haberlos visto nunca, pero las escenas fueron tan crudas que chocaron en el fondo de mi alma como un mazazo entre las rocas. Aquella familia solo intentaba despedirse de su ser querido, a su manera. Seguramente sería un disidente proclamado de la dictadura, y se había dado la orden de… Hacerlo desaparecer, a su manera. No pude imaginarme lo que habría sido llegar a grabar unos minutos antes, cuando el hombre aún estuviese con vida y hubiese decidido acabar con todo por su cuenta. Tenía ganas de vomitar.
Y tuve una idea, la mejor y peor que había tenido en mi vida, para la cual solo tuve que pulsar un botón y ya todo estuvo hecho: Subí el vídeo a la red. Me acomodé como pude entre el ordenador y la pared, y accioné el botón de “Grabar” mientras me ponía recta, necesitaba añadir algo.
– Hoy es cinco de Octubre, son las doce de la mañana de un Martes cualquiera y lo que acabáis de ver ha sucedido a plena luz del día, ante mis ojos, sin trampa ni cartón. – Hablé tan rápido que las palabras se me trababan y me costaba incluso articular los sonidos correctamente. – Esto es lo que vivimos en éste mundo hoy en día, y esto es con lo que tenemos que acabar. Me llamo Alma Romero, y aunque no puedo levantarme, ya nunca más volveré a estar sentada. Vida libre, amigos. – Y apagué la grabación.
…
“¡Buenos días mundo! ¿Cómo hemos amanecido hoy? Esperamos que con fuerzas, porque hoy es un día muy especial en el que tendremos que luchar, una vez más, por la libertad que tanto merecemos. ¡Vida libre, amigos!”
El timbre volvía a sonar, y yo no tenía tantas manos. Ni tantas ruedas.
Habían pasado meses desde aquel día en el que mi vida cambió solo con pulsar un botón, y desde entonces cientos de disidentes y simpatizantes de nuestra causa llamaban a mi puerta en busca de consejo, sabiduría y ayuda día a día. Y yo solo tenía veinte años. Negar con la cabeza era muy poco para mostrar todo el desconcierto que sentía ante el revuelo que había causado con todo aquello. ¿No había nadie más experto e inteligente a quien acudir? ¿O es que a todos les daba igual que lo hubiese? No quería seguir devanándome los sesos con tonterías, así que simplemente me lancé a la carrera para seguir a lo mío, ayudando. Luchando.
Apenas tenía tiempo para descansar, y lo agradecía con creces, pues desde lo ocurrido bajo mi balcón al fin parecía que las cosas comenzaban a cobrar sentido, y estaban en su correcto lugar. Aun si no era el que a mi padre le hubiese gustado. Hacía tiempo que no sabía de él, decidió marcharse, tal vez a otra ciudad. No me importaba.
Aquel día era importante, y mucho, pues sería el momento en el que unidos saldríamos a la calle para protestar por lo que era nuestro ¡Por la libertad! Y mediante la palabra y la diplomacia lograríamos dar un paso adelante y acabar con toda aquella locura. Estaba emocionada, y todos los que estaban conmigo me miraban con los ojos brillantes de expectación. No se qué se esperaban de mi, pero les ofrecería lo mejor que tenía. Intentaría darles una tarde que no olvidarían.
Nunca pude estar más en lo cierto.
…
“El mundo hoy despierta bajo las oscuras noticias que ayer noche nos asediaron a todos. Guardaremos todos luto por los más de diez mil hombres que perdieron la vida, luchando por la libertad que les correspondía. No verán sus sueños cumplidos para nosotros, pero ahora ellos ya la han conseguido.”
Apagué el ordenador, casi de manera autómata. Aún no era capaz de entender por qué yo seguía allí, con vida, en mi cama, mientras las balas habían pasado a mi alrededor como gotas de lluvia en una noche de verano no hacía ni unas horas atrás. Creo que fue uno de los simpatizantes el que me trajo a mi casa, y que me arropó mi madre, como siempre. Pero no lo sabía.
Ya no sabía nada.
No quería saber nada.
Escuchaba a mi madre sollozar a grito limpio en el salón, clamando a voces algo que no conseguía comprender. “Asesina” creí escuchar. Me miré las manos, y lo comprendí todo: Estaban manchadas de sangre.
Recordé a un hombre, uno de los simpatizantes que apareció a mi lado mientras todo comenzaba a venirse abajo, y pude ver como si fuese no hacía ni un segundo cómo me dejaba sobre las inertes piernas una pistola, inconscientemente. Quise mirarle para protestar pero lo único que vi fue su cuerpo desplomarse en el suelo como si fuese un saco de plomo viejo. Se escuchaban gritos, solo gritos, y sentía la silla bambolearse de un lado a otro como si estuviese en una barca y recorriese el mayor nudo de rápidos de la historia. Una sombra se abalanzó sobre mi justo cuando la sangre comenzaba a taparme la vista, y no lo pensé, simplemente actué. Mi mano se aferró a la pistola y empuñó su ardiente filo contra aquel extraño, que con una expresión de puro asombro solo pudo mirarme a los ojos y esbozar una “O” mientras caía a mis pies.
Era una asesina. Y ellos lo sabían.
…
Los golpes contra la puerta eran cada vez más fuertes, y los gritos de mi madre se incrementaban poco a poco mientras mis piernas intentaban acomodarse a la silla que tanto conocían, una vez más.
Apenas pude colocarme entre el ordenador y la pared correctamente, pues mis manos temblaban tanto que parecían no haber tenido nunca un rumbo fijo.
Extendí la mano derecha y pulsé el botón de Grabar. Ésta vez sería en directo. Sonó el Clic.
“Hoy es seis de Junio, Viernes, y todo lo que va a ocurrir será aquí y ahora, sin trampa ni cartón. Esto es lo que vivimos en éste mundo hoy en día, y esto es con lo que tenemos que acabar. Me llamo Alma Romero, y aunque no podía levantarme, jamás me quedé sentada. Vida libre, amigos.”
Me preparé para apagar el botón de grabación justo cuando la puerta caía abajo entre escombros y polvo blanco, acolchada por los gritos ensordecedores de una madre desamparada y las órdenes de los militares, siempre autoritarios.
Agité la cabeza, me olvidaba de algo.
Pude escucharles entrar pisando con sus botas la madera de la casa, y les vi levantando las armas en ristre mientras yo tomaba aire para mis últimas palabras. Mi madre ya no gritaba.
“Buenas noches, mundo.”