Cuando teníamos 13 años solíamos reunirnos en el viejo parque y bromeábamos sobre cual de nuestros compañeros de clase moriría antes. Nuestras apuestas se basaban en el tipo de vida que creíamos que íbamos a llevar y la mayoría se inclinaba por escoger a R como el primero en abandonar el planeta. Ahora, 20 años después, todos nosotros hemos ganado la apuesta porque el otro día me contaron que R había muerto. No recuerdo los detalles, pero creo que un conductor borracho se cruzó en su camino. El conductor acabó con 17 fracturas en el cuerpo y R acabó conociendo a un Dios en el que no creía.
Hacía muchos años que no hablaba con R pero cuando supe la noticia, una extraña sensación llamada necesidad me obligó a asistir a su entierro. No avisé a ninguno de mis antiguos compañeros porque la mayoría se hubieran excusado para no asistir. La terrible verdad era que a nadie le importaba ya ese antiguo compañero. Pedí prestado un traje para la ocasión y, intentando pasar inadvertido, me senté en el último banco de aquella iglesia. La madre lloraba desconsolada mientras el padre la sujetaba intentando ocultar sus lágrimas. R era hijo único y no había ningún hermano que ocupara el banco. Mientras alguien decía unas palabras, pensé que aquel es el único sitio donde no te importa sentarte en el último lugar. Cuando más adelante estás sentado más jodido te encuentras, y creo que R estuvo la mayor parte de su vida jodido. Una vez, debíamos tener 11 años y los dos coincidimos en la fuente del patio del colegio. Estuvimos hablando unos minutos sobre una serie de televisión y fue entonces cuando comprobé que R nunca te miraba a los ojos. Era terriblemente tímido y si tenías suerte, podías llegar a tener con él la conversación más interesente del mundo. Pero jamás conseguirías que te mirara a los ojos.
A partir de ese día observé diariamente sus gestos y comprobé que incluso al pasar lista, su respuesta «presente» no le hacía dejar de tener la mirada baja. Un día me lo encontré subiendo hacia el colegio y se lo pregunté: ¿Por qué siempre tienes la mirada baja?, ¿Por qué no miras nunca a nadie a los ojos?. R tardó unos segundos en contestar y su timidez inicial soltó una respuesta que sigo recordando perfectamente: -Porque cuando miro al cielo…empieza a llover-. Recuerdo que me reí de inmediato y le expliqué que aquello era una tontería, que podía mirar el cielo sin ningún tipo de miedo porqué él no era el responsable de la lluvia. R insistió y me contó que un día de fuerte tormenta, su padre le había dicho que era tan inútil que hasta el cielo se avergonzaba de él cada vez que le miraba. Insistí en el tema y obligué a R a mirar el cielo varias veces pero seguía negándose, así que cogí su cabeza y la incliné hacia arriba.
Pocas veces he visto una sonrisa más autentica que la de R cuando ese día miró hacia el cielo y comprobó que no empezaba a llover. Cuando comprobó que él no tenía la culpa de los días grises ni de las tormentas. Cuando comprobó que su padre se había equivocado. Entonces no se lo dije pero si ahora R estuviera vivo le contaría que su padre era un miserable idiota que le despreciaba a él porque en realidad se despreciaba a él mismo. Que no confiaba en él porque en realidad no confiaba en nadie. Que no le quería porque la increíble verdad es que ni siquiera él se quería. Cuando sacaron el ataúd de la sala miré a su padre y esta vez fue él el que tenía la cabeza baja. Tenía miedo de haberlo hecho mal. Tenía miedo de hacer llover el cielo.