Un martes cualquiera de verano.
9:35 a.m.
Salgo de casa, recién duchado. Entro en el bar de delante de casa, sin decir nada la camarera me sirve un café solo para llevar. Son las diez menos cuarto, tiro la colilla al asfalto, me escabullo por debajo la persiana metálica y entro. Acaba de empezar mi jornada laboral. Recojo el dinero de mi caja en el despacho. Bajo de nuevo y me instalo en la caja de en medio. Enciendo la torre y empiezo a soltar las monedas en el cajón. Entonces los escucho, ocultos en el ruido del trafico. Unos suaves susurros. Prefiero no girarme, no pensar en ello. Los gruñidos se acrecientan. A medida que van llegando los compañeros me lo comentan, están allí fuera, ansiosos, esperando como leones a que las puertas se abran para abalanzarse encima su presa. Algunos llevan media hora allí, hambrientos, y sólo yo para plantarles cara.
Me doy cuenta de la hora que es. No me queda más remedio que ir hasta allí. Pulso el interruptor mientras el Sol empieza a ganar terreno, una luz fuerte que pronto se ve manchada por sus siluetas. Una estampida espontánea se introduce en la tienda como un cáncer maligno. Aún queda mucho por delante, “valor y al toro”, me digo.
Trabajar en una librería en verano, por muchos años que lleves, es estresante. Es una rutina asquerosa que pisa toda felicidad hasta hacerle crujir los huesos. Los clientes parecen no querer disfrutar del privilegio que suponen sus vacaciones. Se plantan delante el local, acaparando la acera, mucho antes de abrir. Entran con la mirada perdida, perdidos en medio de decenas y decenas de cuadernos de verano, que aún teniendo descritos en fotocopias arrugadas en sus manos, no consiguen ver. Llevar el uniforme te convierte en su más preciado tesoro: te pedirán consejo, te pedirán fechas, te atosigarán intentando que pienses por ellos, que hagas tú su compra.
La inercia de la gente normal es terrible. Es el peor problema de esta sociedad. No piensan, actúan. He hecho un decálogo de sus estados más inexplicables:
– Preguntar al cajero dónde dejar el cesto vacío, sin considerar siquiera el dejarlo donde lo encontraron.
– Pedir una bolsa de plástico y darse cuenta de que en realidad no la necesitan al ser informados de que no son gratis.
– Decir a un dependiente la edad de la persona a la que se desea regalar algo y esperar a que éste lo elija sin ningún tipo de información extra.
– Pedir a un trabajador el precio y la fecha de llegada de un producto que no pertenece a su sección.
– Pagar en efectivo y ya con el tiquet en la mano darse cuenta de que llevaban el carné de cliente, un vale de descuento y de que querían pagar con tarjeta.
Esto son algunos de ellos. Ninguno con sentido. Según leí en un artículo Iker Jiménez hizo una investigación acerca de esto y, una vez visto el resultado, el periodista prefirió desechar el material, era demasiado terrorífico, incluso para su programa.
Yo continuaré adelante, luchando por mi supervivencia, como un Robert Neville cualquiera. Mi lucha es la de muchos otros. Soy uno más entre la minoría.
p.d.: hoy el artículo me ha quedado un poco, demasiado serio, así que un chiste rápido…
-Mamá, mamá, los fideos se están pegando.
-Pues deja que se maten, hijo.