Corriente sanguínea

Corriente sanguínea – III

Después de la sesión fotográfica me sentía excitadísima. Era una sensación íntima, clandestina. Ni siquiera me importaba que la cartelera de la semana fuera una basura. Tal vez valiera la pena pagar por ver alguna de las películas, pero ninguna conseguía llamarme la atención. El discurso del Rey, Amor y otras drogas, Más allá de la vida, Blog… Ahí me detuve, Blog. Sí, esa debía de ser la buena. Al menos era la única que me decía algo. La única que parecía hablar de algo semejante a mi mundo.

Corriente sanguínea – III

Tenía los sesos entretenidos con esos pensamientos cuando llegó la hora de cerrar la taquilla. Mis compañeros se quedaban un rato más para apagar las luces y conectar la alarma, pero yo tenía permiso para irme un poco antes. Así que recogí, me puse el abrigo, atravesé el vestíbulo del cine y salí a la calle. Me gustó la sensación del aire frío sobre la piel, el golpe helado que enfriaba mi calentura, que me ponía en off. Avancé unos pasos y a mi espalda se apagaron los carteles luminosos, las luciérnagas de esa avenida que volvía a su estado pardo y triste como la noche.

Y de pronto, la aguda presencia de las ambulancias rompió el silencio

¡Nino, nino, nino, nino!

Las sirenas aullaban en la siguiente esquina y un guardia urbano desviaba el tráfico. Algo había pasado allí mismo, en medio de la calle. El morbo detenía a los curiosos que se alimentaba de los detalles más pequeños. Y tras ellos, un anciano yacía en el suelo. Parecía que había sido atropellado. Se encontraba estirado sobre el enorme charco escarlata que había formado su propia sangre. La que aún manaba de la cabeza abierta. El hombre, el cuerpo, su cadáver, o lo que fuera en ese momento parecía muerto. Porque allí no se movía ni un músculo. Mala suerte para él, pensé. Morimos desde que nacemos. Y sin poder evitarlo ante mí, en línea recta, se dibujó un lago technicolor capaz de aplacar la sed de mi vida en blanco y negro.

Sabía que no podía, que no debía, que era algo horrible. Pero lo hice. Sí, lo hice.

Visualicé la planta mis pies. Mis pasos acercándose al charco sin detener el ritmo ni cambiar de rumbo para esquivarlo. Mi mente se anticipaba, mi sexo se estremecía al imaginar la suela de los zapatos zambulléndose en esa sustancia espesa, empapando los dibujos geométricos de la goma, creando una plantilla perfecta para estampar sobre las láminas de mi álbum de recuerdos. Me sentía como un monstruo incapaz de controlar sus impulsos. Pero estaba convencida de que no debía sentirme culpable del todo. Si al menos no me hubieran enseñado a previsualizar mis acciones… Pero lo hicieron y ese ya era un hecho irreversible.

Desvié mi atención fijándome en los miembros del servicio de urgencias. Habían hecho todo lo que estaba en sus manos, pero no había servido de nada. No obstante, algo parecido a la esperanza se desprendía de la ambulancia naranja y esos chalecos fosforescentes. Los reflejos dorados de la manta isotérmica que los enfermeros desplegaban centellearon como purpurinas en una noche de fiesta. Sí, la noche estaba a punto de convertirse en mi fiesta privada.

Aceleré el pasó. Los urbanos me miraron con expresión severa al verme acercar tan deprisa ¡No se puede pasar! Oí que gritaban, pero mi pie ya se encontraba sobre su objetivo. Tenía que ser ágil para conseguir mi propósito sin que me empujaran o algo similar. Di una zancada, pero alguien me estiró del brazo y la suela de goma resbaló como si fuera una pista de hielo, tumbándome de espaldas, haciéndome rebotar sobre el fiambre para caer finalmente de culo en medio del charco de sangre.

Los zapatos, las medias, la falda, las bragas, la camisa ¡Hasta los sostenes! La sangre me había calado hasta las entrañas. Notaba pequeños regueros calientes escurriéndose por la espalda ¡Dios existe! Pensé y sentí en el estómago cien mariposas bailando embriagadas de felicidad.

Disimulé mi alegría y, por supuesto, no hice caso a las barbaridades que se dijeron sobre mi desafortunado resbalón ¡Pero qué hace ésta! ¡Le patinan las neuronas! ¡Está tía está loca! Vale, de acuerdo. No les faltaba razón. Creo que las salpicaduras de la caída llegaron tan lejos que alcanzaron las delgadas piernecitas de las chicas del cartel de Blog ¡Y qué más daba! ¡Y qué importaba! ¡Y qué más daba todo! Volvía a estar ardiendo de placer. Ya no veía nada. Solo quería llegar a casa, cerrar la puerta y disfrutar de mi deliciosa locura en la intimidad.

No vivía muy lejos, pero atravesar las calles con el mismo aspecto que Sissy Spacek en la escena final de Carrie no es algo que una haga cada día. Cuando lo conseguí y por fin me encontré sola, respiré profundamente sintiendo el olor denso y férreo de la sangre enganchándose en la garganta. Tragué saliva. Ya estaba a salvo, en el lugar dónde podría disfrutar tranquilamente del regalo que me había hecho la vida.

Más relajada comencé a pensar en la salida artística que podría darle a mis nuevas tinturas cuando recibí un mensaje de Travis.

Bip –bip
Mensaje nuevo

Para: Catherine Tramell

Texto: Para ti, con la última gota de semen todavía resplandeciendo sobre el glande.

Niña, me tiembla todo el cuerpo al pensar en tu lengua.

***

Su mensaje llegaba en un momento de delirio febril. Ansiosa, abrí las fotos anexadas al e-mail. No sé que esperaba encontrar. Primero me vi a mi misma en el lavabo, mis pechos, mi tanga, mis flores ¿Me estaba devolviendo las fotos ese cabrón? ¡No! ¿Sí? ¡No! ¿Sí? ¡Nooo! No me había fijado bien. Su respuesta era un geiser, era la naturaleza eclosionando ante mis ojos, era la mancha blanca y transparente que serpenteaba sobre la desnudez de mi cuerpo. Era la silueta de su semen sobre el papel impreso. Su corrida sobre mis fotos atravesándome el alma y descubriéndome un nuevo color que necesitaba poseer. El blanco traslúcido de su semen.

Escrito por: La Taquillera
© Ilustración: Bouman