Relatos

Noches vergonzosas

Estábamos sentados en aquella calle ancha con la cerveza en su nivel más alto. Tenía ganas de largarme ya para tirarme en la cama antes de que saliera el Sol. Los demás, hablaban de seguir la fiesta en casa de alguno de ellos, cuando un pakistaní se puso tras de mí y colocó un pack de seis latas de estrella damm y se largó corriendo.
Alcé la vista y vi a esos polis que se paseaban controlando la situación. Amanda charlaba con Ían «oh sí, me encantó esa película» estaba de veras cansada pero quería esperar a que todo dejara de dar vueltas para poder coger el metro sola y llegar a casa sana y salva.
Recosté la espalda, las latas estaban tan frías que lo sentí a través de la camisa. Ían gritaba «¡Esa película me cambió la vida!».
Siempre había pensado que aquellos tipos estaban locos dejando las latas escondidas dentro de las basuras, en las aceras, o al lado de un grupo de gente. Entonces tuve el impulso, no me preguntéis por qué, pero así lo hice; Cogí las seis cervezas, las metí en mi bolso y salí corriendo hacia la calle paralela. Ían y Amanda por inercia, imagino, echaron a correr también tras de mí, mientras seguían su conversación «En serio, es…Es como si ahora viera todo de otra manera». Giré a la derecha y es cuando vi que el paki corría también detrás de nosotros gritando algo. Al llegar al final de la calle disminuí el ritmo, él tío apartó a Ían y Amanda, que se habían detenido, y venía directo hacía mí.
Me quedé quieta recobrando el aliento y empecé a reírme cuando estaba a escasos metros. De fondo oía la conversación «La película es una gran metáfora de lo que yo soy, quiero decir, de lo que voy a llegar a ser, si». Él, a medida que se acercaba gritaba que iba a matarme, aquello dejó de divertirme —si es que en algún momento lo había hecho— y me eché a correr lo más rápido que pude sin volver a mirar atrás. Elegía al azar callejones de la zona gótica, estuve así durante más de diez minutos sin parar. Encontré un cajero abierto y entré dentro echando el pestillo. Miré a través de la gruesa puerta de cristal transparente, no había ni rastro del tipo. Respiré aliviada. A mi lado había un bulto con mil mantas de diversos tejidos, alguien sacó la cabeza de ahí.
—¿Qué es todo este escándalo? ¡Estoy intentando dormir!
Me senté al lado del vagabundo, estaba exhausta.
—Lo siento amigo, he tenido problemas ahí fuera.
—¿No tendrás unas monedas?
—Ojalá, ojalá…
—Es para poder desayunar un café por la mañana. He dejado el vino, lo juro. –dijo mientras se incorporaba y quedaba sentado a mi lado, hombro a hombro.
Saqué dos de las latas del bolso, abrí una, se la tendí.
—Que dios te bendiga, hija.
—Saboréala bien, estas cervezas casi me matan.
Brindé con él. Bebimos en silencio observando la pared de enfrente. En ese momento no me sentí diferente a él.
Al terminar mi lata me incorporé, pensé que ya no habría peligro de salir a la calle.
—Me largo— le dije.
—¿No tendrás algo suelto? El café…
—Solo llevo un billete de veinte pavos, es lo que me queda para pasar el mes, son malos tiempos, amigo, ya lo sabe. Lo cambiaré y le traeré algo.
—¿De veras? Oh cielos, eso sería genial. Muchacha, te esperaré y cuando vengas te diré algo que debes saber.
Salí de allí, caminé atravesando grupos de gente. Pasé entre coches. Me puse entre un Seat rojo y un Citroën que estaba en bastante mal estado. Tenía unas ganas de mear horribles, había bebido una cantidad considerable de alcohol y aún no había hecho ningún viaje al meadero. Me agaché poniendo el culo en pompa hacía el lado de la acera, bajé el pantalón y las bragas. Salió un chorro directo que salpicó mis zapatos, parecía que aquello no iba a parar nunca. Escuché mucho jaleo que llegaba desde el principio de la calle, y supe que se dirigía a mi dirección. Se oían botellas rompiéndose y voces de hombres tarareando alguna canción. Llegaron a mi altura. Era un grupo de más de quince marines uniformados. Solían atracar en el puerto y de vez en cuando se les veía por las calles de la ciudad.
—¡Sigue así, ya casi estás!— me animaron.
Siguieron su recorrido, me subí la ropa y con un clínex limpié como pude las salpicaduras. Me puse en marcha de nuevo. Recordé a Ían y Amanda, pensé en su conversación, intentando descubrir de qué película estaban hablando. No recordaba ninguna que me hubiera animado a ser mejor persona, y si existía una que lo hiciera, quería verla. Me pregunté si se habrían marchado ya, durante un segundo los imaginé teniendo sexo. Habían estado toda la noche flirteando y estaba segura de que estarían echando un polvo mientras yo estaba teniendo una noche vergonzosa. No conseguía imaginármelos, hacían una pareja extraña y mi mente no alcanzaba a pensar cómo debían estar montándoselo. Pensé en mí cabalgando sobre él, eso se veía realmente bien.
Seguí caminando hasta llegar a la calle ancha del principio. Vacilé un momento tratando de decidir hacía donde iría, mirando a mi alrededor. Vi una figura familiar que se quedó paralizada al verme. El paki corrió de nuevo hacía mi con más intensidad que antes. Estaba cansada de esa situación y me quedé donde estaba sin intención de moverme.
Llegó hasta mí, me agarró el brazo y me sacudió alterado. Intentaba con la otra mano agarrarme el bolso, forcejeé con él pero tenía mucha más fuerza. Tenía los ojos vidriosos, con muchas venas rojas que relucían en su piel morena, los clavaba en mí, me gritaba algo sobre las latas. Se llevó la mano hacía el bolsillo y escuché el «click» de una navaja.
—Eh eh, lo siento, te las pago— le dije sacando el billete que tenía.
El muy cabrón cogió el billete y se largó corriendo. Le grité mientras lo hacía que quería que me devolviera el cambio correspondiente. Lo cierto era, que ese dinero era lo único que me quedaba para pasar el mes, pero me di cuenta de que conservaba mi vida y dejé de chillar.
Pensaba que el miedo de ver un hombre actuando de forma violenta había quedado atrás, pero aquel paki había despertado otro ataque de ansiedad en mí.
Decidí intentar vender aquella cerveza para intentar recuperar algo de dinero. Volví a la calle ancha en la que estábamos al principio, la gente seguía ahí y era buena señal. Me abalancé hacía a algunos de ellos pero la birra estaba caliente y nadie quería pagar por algo así. Vi a un grupo de unos chavales jóvenes saliendo de una de las discotecas y les ofrecí dejárselas por cinco pavos como precio especial.
Alguien tocó mi espalda.
—¿Documentación?
Los chavales se largaron rápido. El agente me miraba y alzando el cuello le dije;
—Verá, usted no lo entiende, me han robado y…
No me dejó acabar. Me extendió un papel amarillo y mi DNI. Tuve que recogerlo.
—Tengo que confiscarte las cervezas.
—De acuerdo.
Se fue y miré el papel amarillo. Tenía que abonar esa cantidad antes de diez días si no quería pagar además, la penalización. Pensé en mi cama…mi cama. Y en el trayecto tan largo que me quedaba recorrer hasta ella.
Entré en la boca del metro. Tras cuarenta minutos al fin llegué y dormí con todo dando vueltas.
Me desperté al medio día. Tenía un dolor horrible de cabeza pero pese a la resaca recordaba toda la noche anterior. Recogí la chaqueta que había dejado tirada en el suelo antes de acostarme. Algo sonó en el bolsillo izquierdo. Eran cuatro monedas doradas, no sabía que estaban ahí.
Salí de casa, el Sol me hacía polvo los ojos. Cogí el metro luchando por no dormirme.
Cogí las escaleras mecánicas de la estación y me encontré de nuevo con el Sol. Entré en un bar, pagué con esas monedas un café con leche. Me lo sirvieron en un vaso de cartón con una tapa de plástico para llevar.
Entré al cajero. Salió de entre su bulto de mantas.
—¿Qué es todo este escándalo? ¡Estoy intentando dormir!—dijo
Me senté como la noche anterior y él también se incorporó
—Ah… eres tú, muchacha. Te he estado esperando.
Le tendí el café. Lo cogió, destapó la tapa de plástico y olió el contenido disfrutándolo. Empezó a pegarle sorbos.
Era viejo y tenía pelo canoso que se juntaba con su barba. Me pareció un hombre con recorrido y sabio. Siempre he pensado que los vagabundos son gente inteligente, unos genios que por serlo, no habían soportado las normas que estaban establecidas, algo así como almas libres a las que valía la pena escuchar.
—¿Qué era lo que iba a decirme? –pregunté
—¿Qué?
—Dijo que cuando volviera me diría algo que debía saber. Quiero escucharlo.
—¡Ah! Aquello…— soltó una sonrisa – tan solo era una excusa para que llegaras antes.
—¿No tiene ninguna frase para mí? ¿Algo confortante?
—Cielos, no tengo nada de eso… solo soy un tipo que se rindió. ¿Te has rendido tú?

¿Lo he hecho?

Noches vergonzosas
Relato escrito por: Lucia Clementine
© Fotografía: Michelle Tribe (greencolander)