¡Yo no quería! Yo no deseaba todo esto, yo no busqué esta realidad paralela donde cada día depara una locura mayor que la anterior, yo nunca quise tener que abrir el WhatsApp con miedo ante aquello que podía encontrar. Jamás pensé que debería mirar dos veces la calle antes de salir de la productora desde donde grabo mi programa. Yo solo fui un niño inocente demasiado influenciable…
La culpa es de: Loquillo, Ramoncin, Morfi Grei, Julián Hernández, Keith Richards, Gene Simmons, Enrique Bunbury, etcétera. Ellos verdaderos héroes urbanos, me hicieron ver que no era necesario llevar mallas coloridas para ser un justiciero que inundara los corazones ajenos con temor incandescente. Si me hubiera quedado en mis primeras influencias, seguramente ahora estaría encerrado en la cárcel más cercana por intentar cazar fantasmas con plutonio, viajar en el tiempo dentro de un coche deportivo o vigilar la ciudad sentado sobre una gárgola de piedra.
Por suerte la influencia de los tebeos corre por mis venas en dosis controlables por el más inexperto de los terapeutas. Algo diferente ocurre con la música, como decía sobre los señores anteriormente citados, ellos me ofrecieron un nuevo panorama laboral. Nacieron en barrios normales, tuvieron familias corrientes… Desayunaban leche con galletas, igual que servidor y cualquier otro hijo de vecino. Fueron sus ganas de incordiar las que cambiaron el curso de sus vidas. Leyendo innumerables biografías de artistas nacionales e internacionales, todos coinciden en dos cosas: Fueron pésimos estudiantes y se criaron bastante consentidos por sus padres. Exactamente igual que aquí el que suscribe estas líneas.
¡Algo que no es casual! Cuando tienes la cabeza llena de pájaros y te pasas el día soñando con tu siguiente aventura, no tienes tiempo para aprenderte la lección de ciencias naturales. Lo mismo ocurre con las familias, suele existir una madre comprensiva que hace la vista gorda dando el paso inicial para poder dedicarle un tiempo considerable a algo que no son tus obligaciones estudiantiles. Canto como las ranas y tengo la habilidad táctil de una cacatúa, detalles que me descartaron rápidamente para ser estrella del Rock and roll. Aunque lo intenté (Dios sabe que formé parte de algunos grupos juveniles) finalmente fui expulsado de la coral escolar por desafinar insultantemente. Incluso en una ocasión, con quince años, maqueté (cutremente) un fanzine sobre lucha libre, mutantes, héroes y demás desvaríos juveniles. Pero esa es otra patética historia…
Pero el gen del Rock and roll latía en mi interior y mientras grupos como Molotov o Marilyn Manson trituraban las listas de ventas, yo me preguntaba como podía hacerlo para ser el siguiente en la lista de enemigos públicos. La respuesta llegó primeramente gracias a los medios de comunicación que llevan dos décadas permitiéndome exorcizar todo aquello que llevo dentro, perpetrando toda clase de programas incendiarios que ofenden al mas pintado y proporcionan los más divertidos malentendidos que una estrella del rock pueda desear.
Más tarde se cruzó en mi vida la lucha libre, aunque fui seguidor de dicha disciplina desde adolescente, nunca me planteé dedicarme profesionalmente. Mi físico escuchimizado me aleja rápidamente de los deportes de contacto, lo mismo que me ocurre con el cine pornográfico. Por ese motivo, cuando nace la empresa RIOT en Barcelona y me proponen formar parte de sus integrantes no pude tener una negativa por respuesta. Durante dos temporadas, junto al rapero Dinger King, representamos el papel de los corruptos propietarios de la organización. En cada show ejecutábamos malvados planes para hacer imposible la vida de los luchadores favoritos del público. Hasta que acabamos con nuestros huesos en una oscura cárcel teatralizada. ¡Puro Rock & roll que saciaba los sueños que vive en mi interior!
Una temporada después me encargaron ser el representante y encargado legal de Adriano Genovese, también conocido como la montaña de Montcada. El plan es sencillo, yo salgo para insultar al rival en cuestión y seguidamente aparece Adriano para machacarle las entrañas. Es la mejor manera de pasar un sábado por la tarde que mi mente puede imaginar. Los gritos, abucheos y aplausos, transforma la experiencia en lo más cercano de un concierto de rock que jamás viviré.
Como decía, mi misión se limita al insulto gratuito y solamente en tres ocasiones tuve una intervención física: Una bofetada, un suave empujón y un falso puñetazo en los testículos. Que obviamente no me proporcionaron ninguna lesión de gravedad y mis colaboraciones continuaron con plena normalidad.
¡Pero! Hace unos meses se inició una rivalidad entre Adriano y Santiago Sangriento, el maestro de la lucha extrema. Una historieta que narraba mi secuestro, incorporando kilos de maquillaje y crema desmaquillante. Por ese motivo, de cara al final de la rivalidad, el equipo de guionistas me comunicó que sería maravilloso si servidor aceptara romper una mesa con la espalda al ser golpeado por Santiago Sangriento. Acepté sin dudarlo, aunque debo reconocer que según se acercaba la fecha, mis nervios más se descontrolaban. Mi confianza en los luchadores de RIOT es absoluta, pero dudaba de la calidad de mis cervicales de señor cuarentón con poco gimnasio en las venas.
Irremediablemente llegó el día del espectáculo. Mientras el local se llenaba como nunca y se batía un récord de asistencia, nosotros nos pegamos una buena ronda de ensayos para que servidor supiera (perfectamente) como caer para no destrozarse la vida al romper la mesa. Lo pude ensayar en mis carnes y apreciar como otros practicaban el mismo movimiento. De esa manera, observé todos los ángulos posibles del golpe en cuestión. La cosa era sencilla: Te agarran del cuello, ambos luchadores se agachan a la vez y, realizando la subida, uno salta para simular que es propulsado. En la caída efectivamente partes una mesa con tu espalda para finalmente aterrizar contra la lona del ring…
Llegaba el momento de la verdad, Adriano debía colocar prudentemente la mesa en el centro del cuadrilátero y acto seguido llegaba la secuencia propuesta meses atrás. En el momento indicado, Santiago Sangriento agarró mi cuello y, tras esperar unos segundos para buscar la reacción del público, me lanzó contra la mesa de madera. En ese momento cientos de personas explotaron de júbilo ante una escena absolutamente delirante. Tirado en el suelo comprobé que mi espalda estaba completamente intacta y pude observar con los ojos entreabiertos como los tipos que tanto admiré de pequeño se presentaban en forma de holograma (Star Wars) para decirme que ahora yo también era una estrella del Rock and roll.
Esa noche dormí extremadamente satisfecho sabiendo que, entre mi programa de radio y los insultos dentro del ring, estaba alcanzando una actitud punk-rock que jamás pensé, años atrás, que lograría. Ahora pienso sinceramente en jubilarme de la vida pública, no sé cuántas mesas más podré atravesar o cuantos insultos esputar entre los labios antes de hacerme verdadero daño moral o físico. Debo consultar con los maestros del Rock & roll para saber que opinan ellos de toda esta aventura.
Seguiremos informando…