El metro me llevaba al infierno pero también me sacaba de él. Uno de los peores trabajos que tuve fue en una de las tiendas del metro. Había un quiosco, una cadena de comida rápida y una tienda donde se vendían películas de segunda mano. Yo trabajé en esta última. Detrás del mostrador podía ver el andén del metro y cada día veía las mismas caras. Cada día eran distintas pero todas tenían algo en común: no eran felices. El obrero salía del metro y subía las escaleras hacia su infierno sin protecciones. Segundos antes, el administrativo usaba las mecánicas y odiaba en silencio su inminente ordenador. Luego aparecían los vigilantes de seguridad y paseaban por los pasillos en busca de infractores. Pararon a una mujer con problemas en su tarjeta y la multaron. Ignoraron a los tres chavales que se colaron en la vía de acceso.
Mi trabajo no era complicado. Atendía a los clientes y reponía las películas en los estantes. Un día descubrí que también comprábamos material a los clientes. Ese fue el principio del fin. Aparecían jóvenes que querían vender su vieja colección de música y yo les daba un precio final. Normalmente aceptaban. Aparecía un padre con su hijo adolescente y me ofrecían unos videojuegos. También aceptaban. Aparecieron unos tipos y me ofrecieron los últimos packs de una serie de televisión. Estaban nuevos. Seamos honestos: eran nuevos. Seamos más honestos: eran robados. La idea de comprar material a unos ladrones no era de esas cosas que uno elige. Simplemente lo hace. Y lo hice. Era mi trabajo, me pagaban por ello. Terminé mi jornada y corrí hacia el metro. Dentro del vagón me sentí mal. No os engañéis. No sentía lastima por los centros comerciales a los que habían robado esos tipos. Era la mala conciencia. Pasaban las estaciones y el vagón me protegía. El metro purificaba mi complicidad y limpiaba mi malestar. El paso de las estaciones me hacia libre. Las puertas se abrían y me salvaba. Me salvaba hasta el día siguiente.
Volvieron los ladrones. Y luego llegaron los yonkis. No podían ni hablar y se les caía la cara pero me ofrecían los últimos packs de esa serie que tanto te gusta. Era aterrador. El ordenador me daba el precio y yo les compraba su material robado. Y atrapaban el dinero y se mataban con su vicio. Hubiera salido corriendo hacia el metro y hubiera huido. Pero era mi trabajo, me pagaban por ello. El metro sólo me salvaba pasada la jornada.
La tarde siguiente los dos ladrones me amenazaron. La tienda estaba llena de gente pero nadie presto su ayuda. Así somos. El reglamento de la tienda me impedía comprar ese material pero no le expliques eso a un ladrón encocado porqué será inútil. Amenacé con llamar a seguridad pero eso todavía les enfureció más y de los insultos pasaron al intento de agresión. Era muy sencillo. Nosotros les comprábamos el material robado. Ese dinero les facilitaba la droga. Si no había dinero no había droga. Si no había droga había mono. Y no te quieras topar con ese mono en los pasillos del metro. Mientras ese tipo me amenazaba intenté desconectar y miré al andén. De hecho esperaba la aparición de ayuda pero no llegó nunca. Las personas avanzaban y subían al metro. Compraban una revista y el vagón les salvaba. Recordé la primera vez que viaje en metro. Tenía 13 años y, aunque antes había viajado con mi familia, esa vez viajé solo. El objetivo era una tienda de cómics y parte del ritual era conseguir llegar. Tenia un esquema de las paradas pero los nervios me cegaron y me perdí. Bajé donde no tocaba y acabé en la calle equivocada. Con la práctica todo mejora y poco después llegó la seguridad y muchos viajes en metro. Cuando los ladrones se marcharon redacté mi carta de renuncia. El andén estaba casi vacío y me pareció ver al obrero sin protecciones y al informático infeliz. Escuché el metro acercarse. Unas pequeñas luces se acercaban por el túnel. Llegaba la luz. Llegaba la salvación definitiva.