Bastardos

Bastardos – IV

IV

El patrullero nos dio el alto a escasos metros del cartel donde se anunciaba la llegada a Los Pardos. Un mínimo uso de la sirena tras seguirnos como un tiburón durante media milla y engañarme al pensar que pasaría de largo. Luego recordé que como copiloto tenía a un adulto enmascarado y confirmé que no existe policía en el país que se resista a la interacción con un bicho raro.

Bastardos – IV

“Yo hablo y vosotros miráis y luego asentís cuando responda en vuestro nombre”, dije a mis hermanos. “El plural te incluye, Mike”.

Mike ya tenía una mano en la lona que escondía su caja de herramientas, también válidas como armas al usarlas con ímpetu y violencia.

Detuve la furgoneta a un lado de la carretera, junto al cartel, y aguardé sin levantar sospechas a que los agentes bajaran de su vehículo y se nos acercaran. Uno, el más joven, mantuvo en todo momento la mano cerca de la pistola, controlando una puerta trasera de la que podían surgir desde globos hasta un ejército de terroristas islámicos. El poli mayor, muy mayor, de facciones que parecían derretirse, llegó hasta mi ventana y dijo: “¿Qué vendéis, hijos?”

“Poca cosa”, respondí. “Yo estoy metido en el negocio de los servicios, mi hermano Rafi tira más hacia la beneficencia y a Mike, el rubio de la parte trasera, se le da bastante bien el bricolaje.”

El hombre asintió dando por válida la historia, algo muy distinto a creérsela. Mientras tanto, siguió las evoluciones de su ayudante, que abandonó la misión de vigilancia que la jerarquía le había asignado para ubicarse en el lateral de nuestro vehículo, donde pudo leer mejor el nombre, teléfono y página web de mi empresa de servicios. Su jefe le dedicó una mirada cansada pero no por ello sorprendida.

“¿Y qué os trae por este pueblo? Porque, que me perdonen sus habitantes, sus atractivos son escasos y dudo mucho que se revaloricen entre hombres de ciudad como vosotros, inmunes al qué dirán con vuestras máscaras y melenas relucientes.”

La cabeza de Mike apareció entre nuestros asientos. Rafi apartó la vista, puede que rogando al padre que nos había lanzado a esta vida de miserias la paciencia que podía ahorrarnos una noche de calabozo.

“A su pueblo nos trae…”, dije.

“No dije que fuera mi pueblo, chico”, me interrumpió. “Mi nombre es Gerald Hollie, Sheriff Hollie para vosotros, y como representante de este condado, velo por la paz y el orden que la constitución exige en estos territorios. El muchacho que me acompaña es mi ayudante, o sea, que recibe órdenes de mí, ya sea darme la razón, esposar sospechosos a granel o descargar su revolver contra cualquiera lo bastante estúpido como para darnos problemas. Por eso, como te decía, este pueblo no es mío, y como os preguntaba, ¿qué andáis buscando? Ah, y por favor, que responda uno de tus hermanos, pues aunque no pongo en duda tu decencia, algo me dice que eres de los que retuerce las palabras en su beneficio.”

Sonreí e invité a Rafi a que respondiera. Se aclaró la voz.

“Buscamos a un hombre desaparecido”, dijo. “Las últimas noticias que tenemos de él es que iba a pasar unos días en este pueblo con su pareja. Responde al nombre de Tom y es científico de oficio: astrónomo.”

“¿Astrónomo?”, intervino el ayudante del sheriff. “¿Astrónomo de los que han pisado la Luna?”

“Astrónomo, Rick, astrónomo…”, dijo el Sheriff Hollie, “un hombre que estudia las estrellas. Aquellos que se pasean por ellas son astronautas, pero entiendo que la falta de interacción con esos oficios tan poco trascendentes en la tierra que te vio nacer te conduzca automáticamente por sendas confusas. Volviendo al tema que nos ocupa y al parecer os preocupa, ¿por qué pensáis que vuestro hombre, el llamado Tom, se encuentra en Los Pardos?”

“La línea 37”, dijo Rafi. “Tom y Carlita, su novia, compraron unos billetes de autobús para Los Pardos. Descubrimos el resguardo en su apartamento.”
“¡Pues menudo lugar para irse de vacaciones!”, dijo Rick divertido.

Ambos, Rafi y un servidor, sentimos la presión de los dedos de Mike en nuestros asientos, un crujido que acompañó a las miradas, todas, incluso la del sheriff Hollie, hacia su subalterno.

“Trabajo”, indicó Rafi. “Tom y su novia viajaron a Los Pardos por trabajo. Un estudio de gran relevancia.”

“Entiendo…”, rumió el sheriff, “y aunque podría dejaros ir y hacer y deshacer a vuestra voluntad por Los Pardos, la responsabilidad prendida a mi estrella me lo impide, pero, por otra parte, en un gesto benevolente, podría echaros un cable, realizar unas cuantas preguntas en vuestro nombre y resolver este pequeño misterio sin molestar a los vecinos.”

Rafi dio las gracias al policía justo cuando un estruendo invadió la carretera: un motorista que desfiló en dirección al pueblo y al que seguimos con distinta atención. Conducía muy tieso, parecía clavado al asiento de su motocicleta, con la mirada inexpresiva puesta en su destino y las melenas agitándose como serpientes. El humor del Sheriff Hollie cambió e indicó a su ayudante que tenían un nuevo y mejor objetivo.

“Es uno de esos condenados motoristas”, dijo Rick, el ayudante. “Uno de esos drogadictos que ni se lavan ni respetan los límites de velocidad del condado. El demonio los arrastre.”

“Vamos tras él, hijo”, anunció el sheriff antes de abandonarnos.

Y Rick podía estar en lo cierto, quizá ese hombre hubiera tonteado con las drogas, pero si lo hizo, fue en otra vida, una anterior a su muerte y posterior reclutamiento para un último paseo por este mundo. Para nosotros tres, sensibles a lo sobrenatural, aquel hombre era la prueba definitiva de que nuestra misión tocaba a su fin: Yuri nos esperaba en Los Pardos y la paliza iba a ser antológica.