Bastardos

Bastardos – VIII

VIII

El heroísmo tiene más de acto científico que emocional: la confirmación de que el llamado héroe desafiará a las leyes de la física en el momento en que corra hacia el peligro del que el resto huye. Así que, entre los segundos transcurridos desde el descubrimiento de la mochila bomba del ayudante del sheriff Hollie a su posterior detonación, que mi hermano Rafi decidiera llevársela, aun a riesgo de su salud, a las profundidades de la mina donde habíamos encontrado evidencias de asesinato y tráfico de estupefacientes, le convierte, física y espiritualmente, en el héroe de esta narración o, según se mire, un estúpido redomado que se cree inmune al trinitrotolueno.

Bastardos – VIII

“¿Vas a permitirlo?”, dije a Mike, más preocupado en dar caza al poli homicida. Sentí su poderosa mano en el cogote, guiándome hacia el exterior. Me quejé, le desafié, incluso se me pasó por la cabeza rebelarme a su autoridad física aun sabiendo que me llevaría una bofetada de las que marcan en el orgullo, pero los dos sabíamos que, de nuestra triada, yo era el más proclive a dejarme arrastrar por la inercia de la seguridad, lo que cualquier otro llamaría cobardía.
Corrimos, nos rasgamos la ropa en la roca, y el techo casi se nos derrumba cuando tropecé con un puntal tan antiguo como la cueva. El crujido de la roca se mezcló con un tronar conocido, un disparo, y nada más salir al exterior los vimos, plantados estratégicamente con las motocicletas en marcha: Yuri y sus muertos vivientes. Nuestro primo exhibía su congoja ante el cuerpo de un esbirro, derribado en un charco de sangre corrupta.

“¿Qué demonios le habéis hecho a ese policía?”, nos recriminó. “¡Qué le pasaba por cabeza a ese tío para dispararnos sin preguntar! ¡Nos ha creído animales! ¡Solo quería encontrar a Tom y largarme de este maldito desierto! Y yo que pensaba que iba a ser tan sencillo como seguiros y dejar que hicierais el trabajo sucio. ¡Joder, qué desastre!”

Mike desplegó tensión en todas direcciones. La situación apuntaba a que íbamos a pagar los platos rotos por el policía.

“Yuri, sé que estás dolido”, dije, “y tampoco querrás saber que ese mismo poli puede estar relacionado con la muerte de Tom…”
“¿Tom… muerto?”
Tragué saliva, Mike prestaba atención a los movimientos de los zombis. Aunque lentos, eran una inexplicable prolongación de los pensamientos de su líder.
“Sí, Tom está muerto”, dije. “Asesinado. Y a nosotros nos puede ocurrir lo mismo si nos quedamos…”
“¡Cállate! Mataré a ese hijo de puta aunque pase el resto de mis días en la cárcel. Tom me iba a ayudar, investigaría el pliegue, podría volver a casa, y ahora… ahora…”

Mike pasó a la acción y, tras una corta carrera, su puño buscó el rostro de uno de los muertos. Una mandíbula se quebró y la víctima dio una vuelta sobre sí mismo antes de caer derribada.

“Cabrones”, dijo Yuri. “En lugar de ayudarme a encontrar a ese poli, os ponéis en mi contra. Mataré a ese tío, vaya si lo mataré, pero antes os vamos a dar la paliza de vuestra vida.”

Y a eso íbamos, a reventarnos a puñetazos, patadas o cualquier demostración de poder físico o de ultratumba que sus muchachos exhibieran. Pero antes se completó el sacrificio de Rafi, y la dinamita de la mochila detonó, y tanto los chicos buenos como los tontos y malos quedamos atrapados en un infierno de llamas y escombros.

Casi nada.