Bastardos

Bastardos – IX

IX

Tras una explosión, las víctimas pasamos por distintas fases: ceguera, sordera, aturdimiento y miedo a que algo se haya roto dentro de ti para siempre. Gateé entre el polvo, evitando las llamas que, más que iluminarme, podían rematar la faena iniciada por un hombre que, en esos momentos, huía de nosotros y del daño colateral en el que se habían convertido nuestro rebelde primo Yuri y sus resucitados amigos.

Bastardos – IX

La explosión les había sentado tan mal como al resto: ni la mitad de los alcanzados por la onda expansiva volvió a levantarse. Salvo Yuri y tres de sus chicos, los demás yacían doblemente muertos.

La capacidad de reacción de Mike era tan desmedida como sus métodos para resolver un conflicto. Cayó sobre uno de los zombis antes de que se levantara, los pies por delante, y el impacto sonó a quiebro de costillas, vértebras y cualquier otro sustento óseo.

“Cubridme, hermanos”, pidió Yuri a sus esbirros. “Voy a por el poli”. Desenfundó una pistola automática, y no tuvo que usarla porque uno de sus socios en pie, con tan solo mirarnos, hizo saltar por los aires una pila de escombros. Mike no se dejó impresionar. Vi en su mirada la orden de alcanzar a Yuri, y en un pico de adrenalina, corrí tras él. Todos corrimos, iniciando una persecución en medio de la noche.

Llegó un momento en que correr en la oscuridad nos puso más en peligro que cualquier asalto de nuestros adversarios. A punto estuve de estamparme contra un cactus, y sentí miedo, y casi desando el camino, donde todo ardía pero era más seguro. Llamé a Mike, quise localizarlo, y mi premio fue un placaje. Rodamos por el suelo, mi hermano y yo, y las balas de Yuri nos pasaron por encima como avispas.

“Desgraciado”, le susurré a Mike, “me has utilizado de cebo para descubrir a Yuri. Esta me la pagas.”

Se arrastró sin hacerme mucho caso. Un cactus cercano ardió espontáneamente, y antes de que localizara al culpable, Mike ya estaba detrás de él, jalando al zombi de la melena y estampando su rostro contra el mismo cacto. Las púas ardientes hicieron el resto.

“Vamos, rápido”, dije. “Vamos tras Yuri. Está empezando a gustarme esto de liberar tanta adrenalina.”

Placer de cazador. Algo nuevo. Hasta el momento, siempre había ejercido de portavoz de la familia, el que daba buenas y malas noticias. Meterme en el pellejo de Mike era una satisfacción a la que podía acostumbrarme.

Alcanzamos a Yuri en los lindes de una carretera, agotando sus balas contra una nada en la que creía ver infinitos enemigos. Mike le derribó sin piedad, dándole la paliza más rentable que había visto teniendo en cuenta los daños y el tiempo empleado en infligirlos. La indefensión de Yuri me obligó a intervenir, no podía ser bueno que los nudillos de Mike se hundieran con tanta facilidad en los riñones del cautivo. Este gritó, nos recordó que estábamos equivocados, que se podía volver a casa, y cuanto más defendía su postura, Mike más le atizaba. Con rabia, dientes prietos y todo eso.

“¡Déjalo ya, vas a matarlo!”

Y siguió, y quise apartarlo y me empujó con tanta fuerza que me quedé tirado en medio de la carretera como una tortuga, contemplando unas estrellas que se desdibujaban por momentos.

“Madre de Dios, ¿qué está pasando ahí arriba?”

Mike alzó la vista, Yuri hizo lo propio y sus carcajadas jubilosas quedaron enturbiadas por una boca incapaz de contener la sangre. Por una fracción de segundo, los cielos recordaron al cine en tres dimensiones, un efecto visual entre bello y aterrador.

“¡Os lo dije, os lo dije, podemos volver!”, dijo Yuri.

El frenazo del patrullero deshizo la ilusión. Sus luces cegadoras nos impidieron seguir el fenómeno. Dos policías lo abandonaron y nos apuntaron con sus respectivas armas, escopeta y revolver: el sheriff Hollie y su ayudante. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar, el joven dijo:

“¡Son esos, sheriff, los malnacidos que quisieron matarme!”

“Tranquilo, hijo, no hay nada que temer, si se atreven a mover un músculo o abrir el pico aunque sea para pedir la hora, juro por mis padres y abuelos, que en paz descansen, que los frío a tiros.”

Acatamos la orden, pero en el rostro del ayudante del sheriff detecté la clase de malicia que permite a un hombre en una situación de poder convertir un simple parpadeo en la excusa que propicie una matanza.

Y, claro está, alguien cometió el error de moverse.