Intentaba ordenar las notas en el pentagrama, pero las malditas semicorcheas no querían estarse quietas. Se agitaban como posesas y me arrugaban la partitura. – ¡Basta ya, cabronas! – grité. Enganché la hoja con mi telaraña y la lancé a la papelera.
Ya no recuerdo ni cómo podía componer sin llevar puesto el disfraz de Spiderwoman. Dentro del látex me sentía libre. Sí. Bajo la máscara arácnida era una joven brillante, prometedora y tan libre, que ese domingo, iba a cargarme el puto piano a martillazos.
¡Suena cabrón! ¡Toca algo nuevo! ¡Haz ruido! ¡Haznos llorar!
Estaba harta de estar en casa, encerrada con esa partitura obtusa, viendo cómo el mundo me dejaba atrás. ¿Hace falta explicar lo que se siente cuando todos esperan algo, que tú ya no puedes dar? Supongo que la página en blanco del escritor se parece a estas líneas paralelas, huérfanas de notas. Excavaría la tierra y arrancaría un hormiguero sólo para derramarlo sobre el papel y ver cómo las hormigas recorren las carreteras mudas de música. Desearía verlas bailando claqué con sus frágiles patitas. Desearía, que en fila india, atravesaran mi cerebro y me aportaran alguna idea nueva. Una idea para quitarme la máscara y volver a mostrar mi rostro al mundo. Una idea en «la menor».
Inesperadamente me invadió un dolor que estaba fuera de lo explicable ¡Dios! Mis entrañas se agitaban como si en su interior habitara el feto de un demonio. Algo ascendía por mi esófago. Algo demasiado grande para un cuerpo tan pequeño. Iba a explotar.
De un empujón abrí la ventana y ante mis ojos apareció el frío mar y la playa oscura de un día invernal. Gélida humedad marina que al primer aliento se introdujo en mi boca, como si fuera unos dedos largos, que entre temblores, me provocaron el vómito.
Expulsé la sangre negra de los muertos a borbotones. Una burbuja negra que se convirtió en carruaje sombrío, propio de antiguas calles brumosas londinenses, que se dirigió en carrera suicida hacia la playa. Y fue allí donde se abrió la puerta y donde vi, unos brazos putrefactos como de cristal verdoso, que sostenían sobre el vacío el bulto de una extraña criatura recién nacida. Una masa, una cosa, de la que todavía colgaba el cordón umbilical. No podía dar crédito, era un cuaderno de notas de carne y hueso. Hecho de mis pensamientos y mis palabras. Y ese fantasma cruel se dedicaba a arrancar las hojas de mis ideas, que sangraban y lloraban. Mientras yo seguía, temblorosa, apoyada febril en la ventana, observando cómo mi monstruo interior se perdía en la penumbra del mar después de haberse deshecho de mi esencia. Convirtiéndome en un ser vacío de mí misma.
Me quité la máscara y el espejo del lavabo reflejó un rostro tan blanco y contraído que no me reconocí. Me limpié los restos del vómito, me lavé la cara con agua fría y volví a ponerme la máscara para sentirme completa. Me dolían los pechos, los examiné. De mis pezones brotaban gotas espesas y amarillentas. Podría dar de mamar. Pensé que tal vez, acababa de parir algo. De lo que no cabía duda era que, fuera lo que fuera, había salido de mi interior. Tenía que recuperar ese cuaderno. Desecho de mis desechos. Parte de mí misma que no podía ignorar.
En el paseo marítimo, el frío se agarraba a mis huesos destemplados, a pesar del tejido aislante de mi traje de Spiderwoman. Buscaba las hojas entre la oscuridad de la arena, las recogía enganchándolas con la telaraña, y así, intentando recuperarlas, acabé dentro de un socavón que alguien había hecho en la arena. Fue en ese agujero donde descubrí el cuerpo de una mujer. Y comprobé que todavía respiraba débilmente.
Noche de sorpresas. Noche diabólica.
La mujer tenía la cara hundida en la arena. La desperté y la ayudé a incorporarse. Era una mujer morena y hermosa, que llevaba un vestido de noche empapado. Le aparté el pelo de la cara y ante mi sorpresa, me pareció estar contemplando a una bella actriz. En realidad era diferente a las otras mujeres que había conocido, pero algo en ella me recordaba a Mónica Belluci tal cual aparecía en la película Irreversible. Podría ser por el vestido que llevaba puesto, igual al de la escena de la violación. No hacía falta ser muy inteligente para comprender lo que había ocurrido. Hice que se apoyara en mí, la saqué del agujero y, paso a paso, la arrastré hasta mi apartamento.
Ya en casa cerré las ventanas y encendí la calefacción. Las dos estábamos heladas. Comprobé que las hojas del cuaderno sólo eran negros trozos de carne podrida. La humedad de la noche había acelerado la descomposición. Los gusanos fosforescentes se estaban dando un banquete en mi honor. Había perdido mis necróticas notas, pero aún me quedaba esa mujer, que en su silencio, parecía misteriosamente sabia.
La ayudé a desvestirse, le dejé unas toallas y la acompañé al baño.
Se duchó ante mí, y yo miré. Contemplé el chorro de agua que caía sobre su cabello enjabonado, mientras ella mantenía los ojos cerrados. Era una imagen hipnótica y en ese momento, fuera cual fuera su nombre, decidí llamarla Mónica.
Mónica, no era rubia como las actrices de Hitchcock ¿Y qué más daba? Tenía el mismo aspecto de mujer torturada. El agua salpicaba el suelo de la ducha mientras purificaba el cuerpo vejado. Me quedé muda. No sabía qué decirle. Todos sus golpes eran mi propio dolor y no tenía claro si deseaba acuchillarla o besarla. Ni una cosa ni otra, supongo. Al menos, nada de inmediato.
Como yo llevaba puesto el traje de Spiderwoman, sólo pude dejarle mi ropa de prostituta. El vestido, al menos le iba dos tallas más pequeño que a mí, y aunque era elástico, le marcaba hasta los últimos interrogantes de los pechos. Me pregunté qué debe sentir una boca besando unos pezones.
Sí, su presencia me perturbaba y me provocaba preguntas.
Mónica se sentó en la banqueta del piano y comenzó a hablar sobre el dolor eterno de su agresión. Un hombre cruel la había encontrado, deseado y violado.
La tranquilidad del tono de su voz resultaba incómoda. ¿Cómo podía alguien hablar sin estridencias sobre algo horrible que le había sucedido? Supongo que hay algo que se rompe cuando la viscosidad te engancha y no puedes evitar formar parte de ella. Hay que tragarse el dolor de lo que no se entiende para poder seguir avanzando. El dolor mejor dentro de uno mismo que cargado sobre hombros abatidos.
Aquel monstruo no sólo la violó, también grabó la atrocidad en vídeo y, cuando hubo acabado, ordenó a Mónica cavar un agujero en la arena. Antes de irse, el hombre le agarró del pelo y le mostró el vídeo de su violación. La obligó a ver cómo lo distribuía por la red desde su terminal multimedia. Y mientras lo hacía se reía a carcajadas.
Mónica habló,
– Cerré los ojos y vi mi imagen multiplicada en todo tipo de pantallas, ante rostros invisibles que también se reían, que también me agredían. Debe ser lo más parecido a ser linchado. A que te cuelguen de un árbol para exhibir tu cadáver. ¿Es eso lo que se merecen las chicas malas? Supongo que hay gente que piensa así. Quise desaparecer, pero no pude. Entonces, comencé a cantar en silencio, para mí misma, la canción Strange Fruit de Billie Holiday. Por algún motivo, me reconfortaba.
Southern trees bear strange fruit,
Blood on the leaves and blood at the root,
Black bodies swinging in the southern breeze,
Strange fruit hanging from the poplar trees.
Mónica deslizó los dedos sobre el teclado, liberando una melodía tristemente armoniosa.
Pensé en su imagen recorriendo el planeta, multiplicándose hasta el infinito, cauterizando la herida abierta, condenándola a no ser cerrada jamás.
-Y cuando se cansó de mí, me golpeó en la cabeza y me abandonó.
-Lo siento, no sé cómo puede existir alguien tan cruel y tan horrible.
-Tranquila, sólo sufrió el cuerpo, la carne. El interior sigue intacto.
-El mío no- respondí.
-Me ayudaste a levantarme, me trajiste a tu casa, me has cuidado. Pero no podré quedarme mucho, ahora estoy muerta. Ya no existo. Sólo existe mi fantasma y mi imagen robada colgada en la red. Con quien hablas, es con mi espectro.
-No me importa.
Después de estas palabras, me dio la espalda y se concentró en tocar su canción. Era una canción tan triste, que las teclas, al ser presionadas, derramaban lágrimas que formaban pequeños riachuelos en el suelo.
-Se titula “Detritus”- dijo.
Y sentí la necesidad imperiosa de abrazarla. Me acerqué por detrás. Apoyé mi cara en su pelo, que ahora olía al jabón de mi baño. Le agarré los pechos, mientras ella seguía tocando. Le apreté los pezones, los retorcí como si pudiera sintonizar una radio pirata. La deseaba y sabía que ella también me deseaba. Mónica soltó un pequeño gemido y dejó de tocar el piano. Se dio la vuelta y me miró directamente a los ojos, clavando su mirada magnética en los míos, que brillaban bajo la máscara.
-¿Quieres un abrazo?
-Sí
Nos abrazamos muy fuerte y por encima de la ropa recorrimos toda la biología prohibida.
-Tú eres mi pequeña Spiderwoman – dijo – Y no quiero saber quien se esconde bajo la máscara. No quiero saber tu edad, ni tu religión, ni tus gustos, ni tus miedos.
-¿No?
-No. Me gusta tu olor a jazmín, tu intolerancia musical y tu severidad. Eres luz que inspira y vigoriza. Pero quiero pedirte un favor. Quiero saber qué se siente al besar, porque nunca me han besado. Estando a tu lado, sólo tengo que recorrer diez centímetros de látex para cumplir mi sueño. No necesito quitarte la máscara, sólo acercarme un poco, lo suficiente para descubrir tus labios y besarlos, así.
Fue un beso de película. Mejor que el que Mary Jane le dio a Spiderman. No se limitó a meter un poco la lengua y buscar su propio placer. No, no, no. Se hundió en mi boca, recorrió mis labios, jugó con mi lengua. Me empujó a abrazarla, a saborearla, a mordisquearla. Ese beso fue el primero de una noche preciosa, en la que por primera vez, fui yo quien exploró lo que se ocultaba bajo mi propio disfraz de prostituta.
Podría hablaros de lenguas abriendo puertas hasta entonces cerradas a cal y canto. De dedos exploradores surcando hendiduras vaginales. De labios succionadores, de dientes juguetones, de bocas caníbales, de nalgas ardientes. Podría hablaros de sexo oral, de caricias, de azotes, de besos y penetraciones. Podéis imaginar lo que ocurrió esa noche, lo sé.
Y después, dormimos abrazadas. Pero al amanecer Mónica había desaparecido y todo había vuelto a la normalidad. La luz del sol entraba entre las rendijas de la persiana. El suelo estaba seco y la habitación desordenada, pero vacía. Sobre el piano descansaba una partitura con todas las notas que necesita una canción para ser interpretada. Se titulaba “Detritus”. Me senté ante el piano, sola, sin máscaras ni disfraces. Y toqué esa canción con toda mi alma. Tal vez, si conseguía que llegara a oírse en el inframundo, Mónica se atrevería a volver algún día. Entonces, podríamos tocar “Detritus” a cuatro manos. Podríamos bailar entre las llamas del infierno y contemplar, a nuestras espaldas, desplegarse el aterciopelado telón rojo del FIN.