Relatos

Huevos de pascua


Atacamos desde el tanque. Escondidos en la oscuridad de la noche, tiramos una granada que hizo volar por los aires la entrada de aquella vivienda. Una humareda cubrió la casa y de su interior surgió un hombre desesperado que corría blandiendo un hacha. El hombre gritaba enloquecido y se lanzó sobre el tanque. Entonces, el capitán ordenó que siguiéramos adelante sin parar.

En el interior del tanque notamos un pequeño bache, como si hubiéramos aplastado un gusano; y mis compañeros se rieron. No sé si ellos, como yo, tenían tanto miedo de nuestro capitán y de todo lo que estábamos viviendo o es que realmente estaban aprendiendo a disfrutar de la guerra.

Huevos de pascua

Allí encerrados veíamos el mundo a través de periscopios, como si la vida fuera un videojuego. Entonces, tres mujeres que parecían ser la madre, la mujer y la hija de aquel hombre, intentaron acercarse al cadáver, que había quedado extendido sobre el suelo. Las tres fueron abatidas por los disparos de la ametralladora.

La que había sido la parte delantera de esa masía solitaria se había convertido en un agujero lleno de cadáveres. Y dónde debería hallarse la fachada sólo había una niña pequeña y sucia, que tenía los globos de los ojos blancos como la leche.

Salimos del tanque y nos acercamos lentamente, para no ser sorprendidos. El capitán apuntó a la niña y entonces, se me escapó un grito de las entrañas.

-¡Déjala!, ¿no ves que está ciega?

Él me miró con tensión y después de unos segundos bajó el arma. Debió pensar que la pequeña ya tenía lo suficiente con lo suyo y lo dejó correr. Quizás, además de ciega también era sorda y muda, porque ni siquiera chillaba. Sólo estaba allí quieta, en medio de los restos de su casa, mientras que nosotros lo revolvíamos todo y hacíamos lo que queríamos.

En el interior de la casa, nos sorprendió encontrar una cocina con todos los enseres preparados. Nos quitamos los cascos y empezamos a rebuscar por los armarios, pues estábamos hambrientos.

El capitán se dirigió al patio trasero donde encontró una gallina que revoloteaba asustada cerca del granero. También halló, desperdigados por el suelo, un puñado de huevos frescos, bien gordos y blancos. Con un gesto seco, rompió el cuello a la gallina y la cogió por las patas. Después guardó los huevos en el casco y llevó todo a la cocina.

Un soldado que había sido maître se puso a cocinar como un poseso. El estofado se iba calentando lentamente en el fuego mientras nos preparábamos para comer. Una viscosidad negra se deslizaba por la olla. Se retorcía y formaba extraños dibujos sobre el acero. Parecía tener vida propia.

El capitán dio la orden de comer y todos le obedecimos. Comíamos con ansia observando de lejos a la niña que cada vez parecía tener los ojos más gordos. ¡Y es que era cierto! Como mínimo un de aquellos globos blancos se estaba hinchando despacio. Ante nuestros ojos incrédulos, la bola blanca creció, se ovaló y se desbocó, hasta que finalmente cayó al suelo en forma de un huevo tan blanco como el de una gallina. En la cara de la niña quedó un agujero negro como un pozo sin fondo.
Y ya era demasiado tarde. Sentí un ahogo que me arrancaba el alma. Aquello era inhumano. Vi como mis compañeros se retorcían por el suelo con los rostros desencajados. La pequeña niña chillaba enloquecida dirigiendo una danza de almas que volaban haciendo círculos en medio de la cocina. Y después la oscuridad más terrible.

© Ilustración: Elías Santos